Había un hombre de la tribu de Benjamín llamado Quis, hijo de Abiel, hijo de Seror, hijo de Becorat, hijo de Afia. Era un hombre valiente.
Tenía un hijo llamado Saúl, joven y de bella presencia, además de que sobrepasaba a todo el mundo en estatura.
Sucedió que se perdieron las burras de Quis. Este dijo a su hijo Saúl: «Toma como compañero a uno de los mozos y anda a buscarme las burras.»
Atravesaron los cerros de Efraím y el territorio de Salisa y no las encontraron; cruzaron el país de Saalim, pero tampoco estaban allí; recorrieron el país de Benjamín sin encontrar nada.
Cuando llegaron al territorio de Suf, dijo Saúl al muchacho que lo acompañaba: «Volvamos, no sea que mi padre esté más preocupado de nosotros que de las burras.»
Pero él respondió: «Todavía no, pues en esta ciudad vive un hombre de Dios. Es muy famoso. Todo lo que dice se cumple con seguridad. Vamos donde él por si nos orienta acerca del objeto de nuestro viaje.»
Saúl le contestó: «Bien, vamos, pero ¿qué presente llevaremos a ese hombre de Dios? No nos queda pan y no tenemos ningún regalo para llevarle. ¿Qué le podemos dar?»
El muchacho dijo a Saúl: «Me queda en el bolso una moneda de cuarto de siclo de plata; se la daré al hombre de Dios y nos indicará el camino que hemos de seguir.»
Porque antes en Israel, cuando alguien iba a consultar a Dios, decía: «Vamos a ver al vidente»; se llamaba entonces vidente al que llamamos profeta.)
Saúl dijo a su muchacho: «Tienes razón; vamos.» Y se fueron a la ciudad donde vivía el hombre de Dios.
Cuando Saúl subía con su muchacho por la cuesta de la ciudad de Ramá, encontraron a unas muchachas que salían a buscar agua y les preguntaron: «¿Está aquí el vidente?» (
Ellas le respondieron: «Sí, aquí está el vidente. Acaba de llegar para ofrecer hoy mismo un sacrificio por el pueblo en la loma.
En cuanto entren a la ciudad, búsquenlo pronto antes que suba al santuario, pues hoy habrá allí un banquete sagrado y todo el mundo lo está esperando para que bendiga el sacrificio y luego puedan sentarse a la mesa los invitados. Vayan en seguida y al momento lo encontrarán.»
Subieron, pues, a la ciudad. Entraban por la puerta cuando Samuel salía para subir al santuario.
Ahora bien, la víspera de la venida de Saúl, Yavé había hecho esta revelación a Samuel:
«Mañana, a esta misma hora, te enviaré un hombre de la tierra de Benjamín. Lo ungirás como jefe de mi pueblo, Israel, y él lo librará de la mano de los filisteos, porque he visto la aflicción de mi pueblo y su clamor ha llegado a mí.»
Cuando Samuel vio a Saúl, Yavé le indicó: «Este es el hombre del que te he hablado; él gobernará a mi pueblo.»
Saúl se acercó a Samuel (estaban en la puerta de la ciudad) y le dijo: «Indícame, por favor, dónde está la casa del vidente.»
Samuel respondió a Saúl: «Yo soy el vidente. Sube delante de mí al santuario. Hoy comerás conmigo. Mañana te despediré y te contestaré todas tus preguntas.
No te preocupes por las burras que perdiste hace tres días, porque ya las hallaron.» Samuel agregó: «¿Para quién serán los primeros puestos en Israel? ¿No serán para ti y la familia de tu padre?»
Saúl respondió: «Yo soy de la tribu de Benjamín, la más pequeña de Israel. Y mi familia es la más pequeña de Benjamín. ¿Por qué me dices estas cosas?»
Samuel tomó a Saúl y a su muchacho, los invitó a entrar en la sala y los hizo sentarse en la cabecera de la mesa, donde había treinta personas.
Después Samuel dijo al cocinero: «Sirve la presa que yo te dije que la pusieras aparte.»
El cocinero tomó el pernil con la cola y lo puso delante de Saúl, diciéndole: «Esto fue especialmente reservado para ti; sírvetelo.» Aquel día Saúl comió con Samuel.
Bajaron del santuario a la ciudad. Prepararon para Saúl una cama en la terraza, donde se acostó.
Cuando amaneció, Samuel llamó a Saúl y le dijo: «Levántate, que voy a despedirte.» Se levantó Saúl y salieron los dos fuera.
Habían bajado hasta las afueras de la ciudad cuando Samuel dijo a Saúl: «Dile a tu muchacho que siga caminando; tú, en cambio, detente aquí, pues tengo que comunicarte un recado de parte de Dios.»