Como estaba mirando, el Cordero abrió el primero de los siete sellos, y oí al primero de los cuatro Seres Vivientes que gritaba como con voz de trueno: «Ven.»
Apareció un caballo blanco, el que lo montaba tenía un arco. Le dieron una corona, y partió como vencedor y para vencer.
Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo Ser Viviente gritar: «Ven.»
Salió entonces otro caballo de color rojo fuego. Al que lo montaba se le ordenó que desterrara la paz de la tierra, y se le dio una gran espada para que los hombres se mataran unos a otros.
Cuando abrió el tercer sello, oí gritar al tercer Ser Viviente: «Ven.» Esta vez el caballo era negro y el que lo montaba tenía una balanza en la mano.
Entonces se escuchó una voz de en medio de los cuatro Seres que decía: «Una medida de trigo por una moneda de plata; tres medidas de cebada por una moneda también; ya no gastes el aceite y el vino.»
Cuando abrió el cuarto sello, oí el grito del cuarto Ser Viviente: «Ven.»
Se presentó un caballo verdoso. Al que lo montaba lo llamaban Muerte, y detrás de él iba otro: el Mundo del Abismo. Se le dio poder para exterminar a la cuarta parte de los habitantes de la tierra por medio de la espada, el hambre, la peste y las fieras.
Cuando abrió el quinto sello, divisé debajo del altar las almas de los que fueron degollados a causa de la palabra de Dios y del testimonio que les correspondía dar.
Se pusieron a gritar con voz muy fuerte: «Santo y justo Señor, ¿hasta cuándo vas a esperar a hacer justicia y tomar venganza por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?»
Entonces se les dio a cada uno un vestido blanco y se les dijo que esperaran todavía un poco, hasta que se completara el número de sus hermanos y compañeros de servicio, que iban a ser muertos como ellos.
Y mi visión continuó. Cuando el Cordero abrió el sexto sello, se produjo un violento terremoto; el sol se puso negro como vestido de luto, la luna entera se tiñó como de sangre,
y las estrellas del cielo cayeron a la tierra como una higuera deja caer sus higos verdes al ser agitada por el huracán.
El cielo se replegó como un pergamino que se enrolla y no quedó cordillera o continente que no fueran arrancados de su lugar.
Los reyes de la tierra, los ministros, los generales, los ricos, los poderosos y toda la gente, tanto esclavos como hombres libres, se escondieron en las cavernas y entre las rocas de los cerros,
y decían: «Caigan sobre nosotros, cerros y rocas, y ocúltennos del que se sienta en el trono y de la cólera del Cordero,
porque ha llegado el gran día de su enojo, y ¿quién lo podrá aguantar?»