Tuve otra visión: el Cordero estaba de pie sobre el monte Sión y lo rodeaban ciento cuarenta y cuatro mil personas, que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre.
Un ruido retumbaba en el cielo, parecido al estruendo de las olas o al fragor del trueno: era como un coro de cantores que se acompañan tocando sus arpas.
Cantan un cántico nuevo delante del trono y delante de los cuatro Vivientes y de los Ancianos. Y nadie podÃa aprender aquel canto, a excepción de los ciento cuarenta y cuatro mil que han sido rescatados de la tierra.
Estos son los que no se mancharon con mujeres: son vÃrgenes. Estos siguen al Cordero adondequiera que vaya; estos son como las primicias, pues han sido rescatados de entre los hombres para Dios y el Cordero.
En su boca no se encontró de mentira: son intachables.
Luego vi a otro ángel que volaba por lo alto del cielo, trayendo la buena nueva definitiva, la que tenÃa que anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, raza, lengua y pueblo.
Gritaba con fuerza: «Rindan a Dios gloria y honor, porque ha llegado la hora de su juicio. Adoren al que hizo el cielo, la tierra, el mar y los manantiales de agua.»
Lo siguió otro ángel gritando: «Cayó, cayó Babilonia la grande, la prostituta que servÃa su vino capcioso a todas las naciones y las emborrachaba con su desatada prostitución.»
No hay reposo, ni de dÃa ni de noche, para los que adoran a la bestia y a su imagen, ni para quienes se dejan marcar con la marca de su nombre. El humo de su tormento se eleva por los siglos de los siglos.
Este es el tiempo de aguantar para los santos, para todos aquellos que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús.
Entonces oà una voz que decÃa desde el cielo: «Escribe esto: Felices desde ahora los muertos que mueren en el Señor. SÃ, dice el EspÃritu, que descansen de sus fatigas, pues sus obras los acompañan.»
Continuó la visión. Apareció una nube blanca y, sentado sobre la nube, uno como Hijo de Hombre, que llevaba una corona de oro en la cabeza y una hoz afilada en la mano.
Salió del santuario otro ángel clamando con potente voz al que estaba sentado en la nube: «Mete tu hoz y cosecha, porque ha llegado el tiempo de cosechar y la cosecha de la tierra está en su punto.»
Y el que estaba sentado en la nube lanzó su hoz a la tierra, y la tierra fue segada.
Otro ángel, el que está encargado del fuego, salió del altar y gritó al que llevaba la hoz afilada: «Mete tu hoz afilada y cosecha los racimos de la viña de la tierra, porque ya están bien maduros.»
Entonces el ángel metió la hoz e hizo la vendimia, echando todos los racimos de uva en el gran lagar de la cólera de Dios.
Las uvas fueron exprimidas fuera de la ciudad, y del lagar brotó tanta sangre que llegó hasta la altura de los frenos de los caballos, en una extensión de mil seiscientos estadios.