Ahora me dirijo a sus Ancianos, dado que yo también soy anciano, y testigo de los sufrimientos de Cristo, y espero ser partícipe de la gloria que ha de manifestarse.
Apacienten el rebaño de Dios, cada cual en su lugar; cuídenlo no de mala gana, sino con gusto, a la manera de Dios; no piensen en ganancias, sino háganlo con entrega generosa;
no actúen como si pudieran disponer de los que están a su cargo, sino más bien traten de ser un modelo para su rebaño.
Así, cuando aparezca el Jefe de los Pastores, recibirán en la Gloria una corona que no se marchita.
También ustedes, los más jóvenes, sean sumisos a la autoridad de los Ancianos. Traten de rivalizar en sencillez y humildad unos con otros, porque Dios resiste a los orgullosos, pero da su gracia a los humildes.
Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que, llegado el momento, él los levante.
Depositen en él todas sus preocupaciones, pues él cuida de ustedes.
Sean sobrios y estén vigilantes, porque su enemigo, el diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar.
Resístanle firmes en la fe, sabiendo que nuestros hermanos en este mundo se enfrentan con persecuciones semejantes.
Dios, de quien procede toda gracia, los ha llamado en Cristo para que compartan su gloria eterna, y ahora deja que sufran por un tiempo con el fin de amoldarlos, afirmarlos, hacerlos fuertes y ponerlos en su lugar definitivo.
Gloria a él por los siglos de los siglos. Amén.
He recurrido a Silvano, nuestro hermano, para escribirles estas breves líneas, pues lo considero digno de toda confianza. Quise animarlos y recalcar que esto es gracia de Dios: estén firmes.
Los saluda la comunidad que Dios ha congregado en Babilonia; también los saluda mi hijo Marcos.
Salúdense unos a otros con el beso fraterno. Paz a todos ustedes, que están en Cristo.