Por lo demás, hermanos míos, alégrense en el Señor. NO VUELVAN A LA LEY JUDÍA A mí no me cansa escribirles otra vez las mismas cosas, y para ustedes es más seguro.
¡Cuídense de los perros; cuídense de los obreros malos; cuídense de los que se hacen incisiones!
Nosotros somos los verdaderos circuncidados, pues servimos a Dios en espíritu y confiamos no en cosas humanas, sino en Cristo Jesús.
Porque, hablando de méritos humanos, yo también tendría con qué sentirme seguro. Si alguno cree que puede confiar en tales cosas, ¡cuánto más lo puedo yo!
Nací de la raza de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo e hijo de hebreos, y fui circuncidado a los ocho días. ¿Observaba yo la Ley? Por supuesto, pues era fariseo,
y convencido, como lo demostré persiguiendo a la Iglesia; y en cuanto a ser justo según la Ley, fui un hombre irreprochable.
Pero al tener a Cristo consideré todas mis ventajas como cosas negativas.
Más aún, todo lo considero al presente como peso muerto, en comparación con eso tan extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor. A causa de él ya nada tiene valor para mí, y todo lo considero como pelusas mientras trato de ganar a Cristo.
Y quiero encontrarme en él, no teniendo ya esa rectitud que pretende la Ley, sino aquella que es fruto de la fe de Cristo, quiero decir, la reordenación que Dios realiza a raíz de la fe.
Quiero conocerlo; quiero probar el poder de su resurrección y tener parte en sus sufrimientos; y siendo semejante a él en su muerte,
alcanzaré, Dios lo quiera, la resurrección de los muertos.
No creo haber conseguido ya la meta ni me considero un «perfecto», sino que prosigo mi carrera hasta conquistar, puesto que ya he sido conquistado por Cristo.
No, hermanos, yo no me creo todavía calificado, pero para mí ahora sólo vale lo que está adelante, y olvidando lo que dejé atrás,
corro hacia la meta, con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, quiero decir, de la llamada de Dios en Cristo Jesús.
Todos nosotros, si somos de los «perfectos», tenemos que pensar así; y si no ven todavía las cosas en esta forma, Dios los iluminará.
Mientras tanto, sepamos conservar lo que hemos conquistado.
Sean imitadores míos, hermanos, y fíjense en los que siguen nuestro ejemplo.
Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando.
La perdición los espera; su Dios es el vientre, y se sienten muy orgullosos de cosas que deberían avergonzarlos. No piensan más que en las cosas de la tierra.
Nosotros tenemos nuestra patria en el cielo, y de allí esperamos al Salvador que tanto anhelamos, Cristo Jesús, el Señor.
Pues él cambiará nuestro cuerpo miserable, usando esa fuerza con la que puede someter a sí el universo, y lo hará semejante a su propio cuerpo del que irradia su gloria.