¡Qué tontos son ustedes, gálatas! ¿Cómo se han dejado hipnotizar ustedes, a quienes se les presentó a Cristo Jesús crucificado como si lo vieran?
Les preguntaré sólo esto: ¿recibieron el Espíritu por haber practicado la Ley o por haber aceptado la fe?
¡Qué tontos son! ¡Empezar con el espíritu para terminar con la carne!
¡Haber probado inútilmente favores tan grandes! Pues en ese caso no les habrían servido de nada.
Cuando Dios reparte los dones del Espíritu y obra milagros entre ustedes, ¿qué tiene que ver con la Ley? ¿No será más bien porque han acogido la fe?
Acuérdense de Abrahán: Creyó a Dios, que se lo tomó en cuenta y lo consideró un justo.
Entiendan, pues, que quienes toman el camino de la fe son hijos de Abrahán.
La Escritura anticipó que Dios daría a los paganos la verdadera rectitud por el camino de la fe. Por eso Abrahán recibió esta promesa: La bendición pasará de ti a todas las naciones.
Así los que entran por la fe reciben la bendición junto con el creyente Abrahán.
Por el contrario, pesa una maldición sobre todos los que se van a las observancias, pues está escrito: Maldito el que no cumple siempre todo lo que está escrito en la Ley.
Con la Ley nadie llega a ser justo a los ojos de Dios; la cosa es cierta, pues el justo vivirá por la fe,
y la Ley no da lugar a la fe cuando dice: El que cumple estas cosas tendrá vida por medio de ellas.
Pero Cristo nos ha rescatado de la maldición de la Ley, al hacerse maldición por nosotros, como dice la Escritura: Maldito todo el que está colgado de un madero.
De este modo la bendición de Abrahán alcanzó a las naciones paganas en Cristo Jesús: por la fe recibimos la promesa, que es el Espíritu.
Hermanos, tomemos una comparación. Cuando alguien ha hecho su testamento en debida forma, nadie puede anularlo ni agregarle nada.
En el caso de Abrahán, las promesas eran para él y para su descendencia. La Escritura no dice para los descendientes, como si hubiera varios, sino que habla en singular: para tu descendencia, y ésta es Cristo.
Ahora digo lo siguiente: si Dios ha hecho un testamento en debida forma, la Ley, que vino cuatrocientos treinta años después, no pudo anularlo ni dejar sin efecto la promesa de Dios.
Si la herencia es el fruto de la Ley, ya no es fruto de la promesa, y precisamente la herencia era promesa y don de Dios a Abrahán.
Entonces, ¿para qué la Ley? Fue añadida con miras a las desobediencias; pero solamente valía hasta que llegara ese descendiente de Abrahán para quien era la promesa, y fueron ángeles los que la concertaron, haciendo de mediador Moisés
(no se hablaría de un mediador si hubiera una sola parte, y Dios es uno solo).
¿Acaso la Ley contradice las promesas de Dios? En absoluto. Si se hubiera dado una ley capaz de darnos vida, nuestro paso a la verdadera justicia podría resultar de esa Ley.
Pero no; la Escritura lo encerró todo en los marcos del pecado, de tal manera que lo prometido llega a los creyentes por medio de la fe en Cristo Jesús.
Hasta que no llegaran los tiempos de la fe, la Ley nos guardaba bajo llave, a la espera de la fe que se iba a revelar.
La Ley nos conducía al maestro, a Cristo, para que creyéramos, y así fuéramos justos.
Pero al llegar la fe, ya no necesitamos que nos lleven al maestro.
Ustedes están en Cristo Jesús, y todos son hijos de Dios gracias a la fe.
Todos se han revestido de Cristo, pues todos fueron entregados a Cristo por el bautismo.
Ya no hay diferencia entre judío y griego, entre esclavo y hombre libre; no se hace diferencia entre hombre y mujer, pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús.
Y si ustedes son de Cristo, también son descendencia de Abrahán, y los herederos de la promesa.