Sabemos que si nuestra casa terrena o, mejor dicho, nuestra tienda de campaña, llega a desmontarse, Dios nos tiene reservado un edificio no levantado por mano de hombres, una casa para siempre en los cielos.
Eso mismo nos mantiene inquietos y anhelamos el día en que nos pongan esa casa celestial por encima de la actual,
pero ¿quién puede saber si todavía estaremos vestidos con este cuerpo mortal o ya estaremos sin él?
Sí, mientras estamos bajo tiendas de campaña sentimos un peso y angustia: no querríamos que se nos quitase este vestido, sino que nos gustaría más que se nos pusiese el otro encima y que la verdadera vida se tragase todo lo que es mortal.
Ha sido Dios quien nos ha puesto en esta situación al darnos el Espíritu como un anticipo de lo que hemos de recibir.
Así, pues, nos sentimos seguros en cualquier circunstancia. Sabemos que vivir en el cuerpo es estar de viaje, lejos del Señor;
es el tiempo de la fe, no de la visión.
Por eso nos viene incluso el deseo de salir de este cuerpo para ir a vivir con el Señor.
Pero al final, sea que conservemos esta casa o la perdamos, lo que nos importa es agradar al Señor.
Pues todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir cada uno lo que ha merecido en la vida presente por sus obras buenas o malas.
Con esa visión del temor al Señor procuramos convencer a los hombres viviendo con sinceridad ante Dios, y confío que también ustedes se dan cuenta de que no disimulamos nada.
No queremos recomendarnos de nuevo ante ustedes, sino que deseamos darles motivo para que se sientan orgullosos de nosotros y para que sepan responder a los que están tan orgullosos de cosas superficiales pero no de lo interior.
Si se nos pasó la mano, es por Dios; si hemos hablado con sensatez, es por ustedes.
El amor de Cristo nos urge, y afirmamos que si él murió por todos, entonces todos han muerto.
El murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para él, que por ellos murió y resucitó.
Así que nosotros no miramos ya a nadie con criterios humanos; aun en el caso de que hayamos conocido a Cristo personalmente, ahora debemos mirarlo de otra manera.
Toda persona que está en Cristo es una creación nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha llegado.
Todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió con él en Cristo y que a nosotros nos encomienda el mensaje de la reconciliación.
Pues en Cristo Dios estaba reconciliando el mundo con él; ya no tomaba en cuenta los pecados de los hombres, sino que a nosotros nos entregaba el mensaje de la reconciliación.
Nos presentamos, pues, como embajadores de Cristo, como si Dios mismo les exhortara por nuestra boca. En nombre de Cristo les rogamos: ¡déjense reconciliar con Dios!
Dios hizo cargar con nuestro pecado al que no cometió pecado, para que así nosotros participáramos en él de la justicia y perfección de Dios.