Vean, pues, en nosotros a servidores de Cristo y a administradores de las obras misteriosas de Dios.
Si somos administradores, entiendo que se nos exigirá cumplir.
Pero a mí no me importa lo más mínimo cómo me juzgan ustedes o cualquier autoridad humana. Y tampoco quiero juzgarme a mí mismo.
A pesar de que no veo nada que reprocharme, eso no basta para justificarme: el Señor me juzgará.
Por lo tanto, no juzguen antes de tiempo; esperen que venga el Señor. El sacará a la luz lo que ocultaban las tinieblas y pondrá en evidencia las intenciones secretas. Entonces cada uno recibirá de Dios la alabanza que se merece.
Con estas comparaciones, hermanos, me refería a Apolo y a mí. Aprendan a no valerse de uno a costa del otro para engreirse.
¿Será necesario que se fijen en ti? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te alabas a ti mismo como si no lo hubieras recibido?
Pero, ¿qué hacer? Ustedes ya son ricos, están satisfechos, y se sienten reyes sin nosotros. ¡Ojalá fueran reyes! Así nos darían un asiento a su lado.
Porque me parece que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha colocado en el último lugar, como condenados a muerte; somos un espectáculo divertido para el mundo, para los ángeles y para los hombres.
Nosotros somos unos locos por Cristo, ustedes tienen la sabiduría cristiana. Nosotros somos débiles y ustedes fuertes. Ustedes son gente considerada y nosotros despreciados.
Hasta el presente pasamos hambre, sed, frío; somos abofeteados, y nos mandan a otra parte.
Nos cansamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos; nos persiguen y lo soportamos todo.
Nos calumnian y confortamos a los demás. Ya no somos sino la basura del mundo y nos pueden tirar al basural.
No les escribo esto para avergonzarlos, sino para amonestarlos como a hijos muy queridos.
Pues aunque tuvieran diez mil monitores de vida cristiana, no pueden tener muchos padres, y he sido yo quien les transmitió la vida en Cristo Jesús por medio del Evangelio.
Por lo tanto les digo: sigan mi ejemplo.
Con este fin les envío a Timoteo, mi querido hijo, hombre digno de confianza en el Señor. El les recordará mis normas de vida cristiana, las mismas que enseño por todas partes y en todas las Iglesias.
A algunos de ustedes se les hinchó la cabeza pensando que yo no iría a visitarlos.
Pero iré pronto, si el Señor quiere, y veré no lo que dicen esos orgullosos, sino de qué son capaces.
Porque el Reino de Dios no es cuestión de palabras, sino de poder.
¿Qué prefieren?, ¿que vaya con un palo o con amor y amabilidad?