Quiero recordarles, hermanos, la Buena Nueva que les anuncié. Ustedes la recibieron y perseveran en ella,
y por ella se salvarán si la guardan tal como yo se la anuncié, a no ser que hayan creído cosas que no son.
En primer lugar les he transmitido esto, tal como yo mismo lo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras;
que fue sepultado; que resucitó al tercer día, también según las Escrituras;
que se apareció a Pedro y luego a los Doce.
Después se dejó ver por más de quinientos hermanos juntos, algunos de los cuales ya han entrado en el descanso, pero la mayoría vive todavía.
Después se le apareció a Santiago, y seguidamente a todos los apóstoles.
Y se me apareció también a mí, iba a decir al aborto, el último de todos.
Porque yo soy el último de los apóstoles y ni siquiera merezco ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios.
Sin embargo, por la gracia de Dios soy lo que soy y el favor que me hizo no fue en vano; he trabajado más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo.
Pues bien, esto es lo que predicamos tanto ellos como yo, y esto es lo que han creído.
Ahora bien, si proclamamos un Mesías resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos?
Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó.
Y si Cristo no resucitó, nuestra predicación no tiene contenido, como tampoco la fe de ustedes.
Con eso pasamos a ser falsos testigos de Dios, pues afirmamos que Dios resucitó a Cristo, siendo así que no lo resucitó, si es cierto que los muertos no resucitan.
Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo pudo resucitar.
Y si Cristo no resucitó, de nada les sirve su fe: ustedes siguen en sus pecados.
Y, para decirlo sin rodeos, los que se durmieron en Cristo están totalmente perdidos.
Si nuestra esperanza en Cristo se termina con la vida presente, somos los más infelices de todos los hombres.
Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, siendo él primero y primicia de los que se durmieron.
Un hombre trajo la muerte, y un hombre también trae la resurrección de los muertos.
Todos mueren por estar incluidos en Adán, y todos también recibirán la vida en Cristo.
Pero se respeta el lugar de cada uno: Cristo es primero, y más tarde le tocará a los suyos, cuando Cristo nos visite.
Luego llegará el fin. Cristo entregará a Dios Padre el Reino después de haber desarmado todas las estructuras, autoridades y fuerzas del universo.
Está dicho que debe ejercer el poder hasta que haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies,
y el último de los enemigos sometidos será la muerte.
Dios pondrá todas las cosas bajo sus pies. Todo le será sometido; pero es evidente que se excluye a Aquel que le somete el universo.
Y cuando el universo le quede sometido, el Hijo se someterá a Aquel que le sometió todas las cosas, para que en adelante, Dios sea todo en todos.
Pero, díganme, ¿qué buscan esos que se hacen bautizar por los muertos? Si los muertos de ningún modo pueden resucitar, ¿de qué sirve ese bautismo por ellos?
Y nosotros mismos, ¿para qué arriesgamos continuamente la vida?
Sí, hermanos, porque todos los días estoy muriendo, se lo juro por ustedes mismos que son mi gloria en Cristo Jesús nuestro Señor.
Si no hay más que esta existencia, ¿de qué me sirve haber luchado contra leones en Efeso, ? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos.
No se dejen engañar: las doctrinas malas corrompen las buenas conductas.
Despiértense y no pequen: de conocimiento de Dios algunos de ustedes no tienen nada, se lo digo para su vergüenza.
Algunos dirán: ¿Cómo resurgen los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vuelven?
¡Necio! Lo que tú siembras debe morir para recobrar la vida.
Y lo que tú siembras no es el cuerpo de la futura planta, sino un grano desnudo, ya sea de trigo o de cualquier otra semilla.
Dios le dará después un cuerpo según lo ha dispuesto, pues a cada semilla le da un cuerpo diferente.
Hablamos de carne, pero no es siempre la misma carne: una es la carne del hombre, otra la de los animales, otra la de las aves y otra la de los peces.
Y si hablamos de cuerpos, el resplandor de los «cuerpos celestes» no tiene nada que ver con el de los cuerpos terrestres.
También el resplandor del sol es muy diferente del resplandor de la luna y las estrellas, y el brillo de una estrella difiere del brillo de otra.
Lo mismo ocurre con la resurrección de los muertos. Se siembra un cuerpo en descomposición, y resucita incorruptible.
Se siembra como cosa despreciable, y resucita para la gloria. Se siembra un cuerpo impotente, y resucita lleno de vigor.
Se siembra un cuerpo animal, y despierta un cuerpo espiritual. Pues si los cuerpos con vida animal son una realidad, también lo son los cuerpos espirituales.
Está escrito que el primer Adán era hombre dotado de aliento y vida; el último Adán, en cambio, será espíritu que da vida.
La vida animal es la que aparece primero, y no la vida espiritual; lo espiritual viene después.
El primer hombre, sacado de la tierra, es terrenal; el segundo viene del cielo.
Los de esta tierra son como el hombre terrenal, pero los que alcanzan el cielo son como el hombre del cielo.
Y del mismo modo que ahora llevamos la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Entiéndanme bien, hermanos: lo que es carne y sangre no puede entrar en el Reino de Dios. En la vida que nunca terminará no hay lugar para las fuerzas de descomposición.
Por eso les enseño algo misterioso: aunque no todos muramos, todos tendremos que ser transformados
cuando suene la última trompeta. Será cosa de un instante, de un abrir y cerrar de ojos. Al toque de la trompeta los muertos resucitarán como seres inmortales, y nosotros también seremos transformados.
Porque es necesario que nuestro ser mortal y corruptible se revista de la vida que no conoce la muerte ni la corrupción.
Cuando nuestro ser corruptible se revista de su forma inalterable y esta vida mortal sea absorbida por la immortal, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: ¡Qué victoria tan grande! La muerte ha sido devorada.
¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?
El aguijón de la muerte es el pecado, y la Ley lo hacía más poderoso.
Pero demos gracias a Dios que nos da la victoria por medio de Cristo Jesús, nuestro Señor.
Así, pues, hermanos míos muy amados, manténganse firmes y no se dejen conmover. Dedíquense a la obra del Señor en todo momento, conscientes de que con él no será estéril su trabajo.