Otro hombre llamado Ananías, de acuerdo con su esposa Safira, vendió también una propiedad,
pero se guardó una parte del dinero, siempre de acuerdo con su esposa; la otra parte la llevó y la entregó a los apóstoles.
Pedro le dijo: «Ananías, ¿por qué has dejado que Satanás se apoderara de tu corazón? Te has guardado una parte del dinero; ¿por qué intentas engañar al Espíritu Santo?
Podías guardar tu propiedad y, si la vendías, podías también quedarte con todo. ¿Por qué has hecho eso? No has mentido a los hombres, sino a Dios.»
Al oír Ananías estas palabras, se desplomó y murió. Un gran temor se apoderó de cuantos lo oyeron.
Se levantaron los jóvenes, envolvieron su cuerpo y lo llevaron a enterrar.
Unas tres horas más tarde llegó la esposa de Ananías, que no sabía nada de lo ocurrido.
Pedro le preguntó: «¿Es cierto que vendieron el campo en tal precio?» Ella respondió: «Sí, ese fue el precio.»
Y Pedro le replicó: «¿Se pusieron, entonces, de acuerdo para desafiar al Espíritu del Señor? Ya están a la puerta los que acaban de enterrar a tu marido y te van a llevar también a ti.»
Y al instante Safira se desplomó a sus pies y murió. Cuando entraron los jóvenes la hallaron muerta y la llevaron a enterrar junto a su marido.
A consecuencia de esto, un gran temor se apoderó de toda la Iglesia y de todos cuantos oyeron hablar del hecho.
Por obra de los apóstoles se producían en el pueblo muchas señales milagrosas y prodigios. Los creyentes se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón,
y nadie de los otros se atrevía a unirse a ellos, pero el pueblo los tenía en gran estima.
Más aún, cantidad de hombres y mujeres llegaban a creer en el Señor, aumentando así su número.
La gente incluso sacaba a los enfermos a las calles y los colocaba en camas y camillas por donde iba a pasar Pedro, para que por lo menos su sombra cubriera a alguno de ellos.
Acudían multitudes de las ciudades vecinas a Jerusalén, trayendo a sus enfermos y a personas atormentadas por espíritus malos, y todos eran sanados.
El sumo sacerdote y toda su gente, que eran el partido de los saduceos, decidieron actuar en la forma más enérgica.
Apresaron a los apóstoles y los metieron en la cárcel pública.
Pero un ángel del Señor les abrió las puertas de la cárcel durante la noche y los sacó fuera, diciéndoles:
«Vayan, hablen en el Templo y anuncien al pueblo el mensaje de vida.»
Entraron, pues, en el Templo al amanecer, y se pusieron a enseñar. Mientras tanto el sumo sacerdote y sus partidarios reunieron al Sanedrín con todos los ancianos de Israel y enviaron a buscar a los prisioneros a la cárcel.
Pero cuando llegaron los guardias no los encontraron en la cárcel. Volvieron a dar la noticia y les dijeron:
«Hemos encontrado la cárcel perfectamente cerrada y a los centinelas fuera, en sus puestos, pero al abrir las puertas, no hemos encontrado a nadie dentro.»
El jefe de la policía del Templo y los jefes de los sacerdotes quedaron desconcertados al oír esto y se preguntaban qué podía haber sucedido.
En esto llegó uno que les dijo: «Los hombres que ustedes encarcelaron están ahora en el Templo enseñando al pueblo.»
El jefe de la guardia fue con sus ayudantes y los trajeron, pero sin violencia, porque tenían miedo de ser apedreados por el pueblo.
Los trajeron y los presentaron ante el Consejo. El sumo sacerdote los interrogó diciendo:
«Les habíamos advertido y prohibido enseñar en nombre de ése. Pero ahora en Jerusalén no se oye más que la predicación de ustedes, y quieren echarnos la culpa por la muerte de ese hombre.»
Pedro y los apóstoles respondieron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de un madero.
Dios lo exaltó y lo puso a su derecha como Jefe y Salvador, para dar a Israel la conversión y el perdón de los pecados.
Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que le obedecen.»
Ellos escuchaban rechiñando los dientes de rabia y querían matarlos.
Entonces se levantó uno de ellos, un fariseo llamado Gamaliel, que era doctor de la Ley y persona muy estimada por todo el pueblo. Mandó que hicieran salir a aquellos hombres durante unos minutos,
y empezó a hablar así al Consejo: «Colegas israelitas, no actúen a la ligera con estos hombres.
Recuerden que tiempo atrás se presentó un tal Teudas, que pretendía ser un gran personaje y al que se le unieron unos cuatrocientos hombres. Más tarde pereció, sus seguidores se dispersaron, y todo quedó en nada.
Tiempo después, en la época del censo, surgió Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí. Pero también éste pereció y todos sus seguidores se dispersaron.
Por eso les aconsejo ahora que se olviden de esos hombres y los dejen en paz. Si su proyecto o su actividad es cosa de hombres, se vendrán abajo.
Pero si viene de Dios, ustedes no podrán destruirla, y ojalá no estén luchando contra Dios.» El Consejo le escuchó
y mandaron entrar de nuevo a los apóstoles. Los hicieron azotar y les ordenaron severamente que no volviesen a hablar de Jesús Salvador. Después los dejaron ir.
Los apóstoles salieron del Consejo muy contentos por haber sido considerados dignos de sufrir por el Nombre de Jesús.
Y durante todo el día no cesaban de enseñar y proclamar a Jesús, el Mesías, ya sea en el Templo o por las casas.