Una vez a salvo, supimos que la isla se llamaba Malta.
Los nativos nos trataron con una cordialidad poco común, encendieron una gran hoguera y nos cuidaron a todos, ya que llovía y hacía frío.
Pablo había juntado una brazada de ramas secas y, al echarlas al fuego, una víbora que escapaba del calor se le enroscó en la mano.
Al ver los nativos a la víbora colgando de la mano de Pablo, se dijeron unos a otros: «Sin duda éste es un asesino. Aunque se haya salvado del mar, la justicia divina no lo deja vivir.»
Pero Pablo sacudió la víbora echándola al fuego y no sufrió daño alguno.
Pensaban que se iba a hinchar o caer muerto de repente, pero después de esperar largo rato, vieron que no le pasaba nada. Entonces cambiaron de parecer y decían que era un dios.
Los terrenos cercanos pertenecían al hombre principal de la isla, llamado Publio, quien nos recibió y hospedó amigablemente tres días.
Precisamente el padre de Publio estaba en cama con fiebre y disentería. Pablo entró a verlo, oró, le impuso las manos y lo sanó.
A consecuencia de esto todos los enfermos de la isla acudieron a él y fueron sanados;
luego nos colmaron de atenciones y, al marchar, nos proveyeron de todo lo necesario.
Al cabo de tres meses subimos a bordo de un barco de Alejandría que había pasado el invierno en la isla y llevaba la insignia los Dióscuros.
Navegamos hacia Siracusa, donde permanecimos tres días.
De allí, bordeando la costa, llegamos a Regio. Al día siguiente comenzó a soplar el viento sur, y al cabo de dos días llegamos a Pozzuoli.
Allí encontramos algunos hermanos que nos invitaron a quedarnos una semana con ellos, y así es como llegamos a Roma.
Allí los hermanos salieron a nuestro encuentro hasta el Foro Apio y Tres Tabernas, pues ya tenían noticia de nuestra llegada. Pablo al verlos dio gracias a Dios y se llenó de ánimo.
Llegados a Roma, el capitán entregó los presos al gobernador militar, pero dio permiso a Pablo para alojarse en una casa particular con un soldado que lo vigilara.
Tres días después Pablo convocó a los judíos principales. Una vez reunidos, les dijo: «Hermanos, acaban de traerme preso de Jerusalén. He sido entregado a los romanos sin que yo haya ofendido a las autoridades de nuestro pueblo ni las tradiciones de nuestros padres.
Los romanos querían dejarme en libertad después de haberme interrogado, pues no encontraban en mí nada que mereciera la muerte.
Pero los judíos se opusieron y me vi obligado a apelar al César, sin la menor intención de acusar a las autoridades de mi pueblo.
Por este motivo yo quise y conversar con ustedes, pues en realidad, por la esperanza de Israel yo llevo estas cadenas.»
Le respondieron: «Nosotros no hemos recibido ninguna carta de Judea referente a ti, y ninguno de los hermanos que han venido de allá nos ha dicho o transmitido mensaje alguno contra ti.
Pero nos gustaría escuchar de ti mismo cómo te defines, pues sabemos que esa secta encuentra oposición en todas partes.»
Fijaron con él un día y vinieron en gran número donde se hospedaba. Pablo les hizo una exposición; desde la mañana hasta la noche les habló del Reino de Dios, partiendo de la Ley de Moisés y los Profetas, y trataba de convencerlos acerca de Jesús.
Unos se convencían por sus palabras y otros no.
Al final los judios se retiraron muy divididos; Pablo los despidió con estas palabras: «Es muy acertado lo que dijo el Espíritu Santo cuando hablaba a sus padres por boca del profeta Isaías:
Ve al encuentro de este pueblo y dile: Por más que oigan no entenderán, y por más que miren no verán.
El corazón de este pueblo se ha endurecido. Se han tapado los oídos y cerrado los ojos; tienen miedo de ver con sus ojos y de oír con sus oídos, pues entonces comprenderían y se convertirían, y yo los sanaría.
Por eso sepan que esta salvación de Dios ya ha sido proclamada a los paganos; ellos la escucharán.»
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Pablo, pues, arrendaba esta vivienda privada y permaneció allí dos años enteros. Recibía a todos los que lo venían a ver,
proclamaba el Reino de Dios y les enseñaba con mucha seguridad lo referente a Cristo Jesús, el Señor, y nadie le ponía trabas.