Behold, what manner of love the Father hath bestowed upon us, that we should be called the sons of God: therefore the world knoweth us not, because it knew him not.
Mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo llegó a Efeso atravesando las regiones altas; encontró allí a algunos discípulos
y les preguntó: «¿Recibieron el Espíritu Santo cuando abrazaron la fe?» Le contestaron: «Ni siquiera hemos oído decir que se reciba el Espíritu Santo.»
Pablo les replicó: «Entonces, ¿qué bautismo han recibido?» Respondieron: «El bautismo de Juan.»
Entonces Pablo les explicó: «Si bien Juan bautizaba con miras a un cambio de vida, pedía al pueblo que creyeran en aquel que vendría después de él, esto es, en Jesús.»
Al oír esto se hicieron bautizar en el nombre del Señor Jesús,
y al imponerles Pablo las manos, el Espíritu Santo bajó sobre ellos y empezaron a hablar lenguas y a profetizar.
Eran unos doce hombres.
Pablo entró en la sinagoga y durante tres meses les habló con convicción sobre el Reino de Dios, tratando de persuadirles.
Al ver que algunos, en vez de creer, se endurecían más y criticaban públicamente el camino, se separó de ellos. Tomaba aparte a sus discípulos y diariamente les enseñaba en la escuela de un tal Tirano, desde las once hasta las cuatro de la tarde.
Hizo esto durante dos años, de tal manera que todos los habitantes de la provincia de Asia, tanto judíos como griegos, pudieron escuchar la Palabra del Señor.
Dios obraba prodigios extraordinarios por las manos de Pablo,
hasta tal punto que imponían a los enfermos pañuelos o ropas que él había usado, y mejoraban. También salían de ellos los espíritus malos.
Incluso algunos judíos ambulantes que echaban demonios, trataron de invocar el nombre del Señor Jesús sobre los que tenían espíritus malos, diciendo: «Yo te ordeno en el nombre de ese Jesús a quien Pablo predica.»
Entre los que hacían esto estaban los hijos de un sacerdote judío, llamado Escevas. Un día entraron en una casa y se atrevieron a hacer eso,
pero el espíritu malo les contestó: «Conozco a Jesús y sé quién es Pablo; pero ustedes, ¿quiénes son?»
Y el hombre que tenía el espíritu malo se lanzó sobre ellos, los sujetó a ambos y los maltrató de tal manera que huyeron de la casa desnudos y malheridos.
La noticia llegó a todos los habitantes de Efeso, tanto judíos como griegos. Todos quedaron muy atemorizados, y el Nombre del Señor Jesús fue tenido en gran consideración.
Muchos de los que habían aceptado la fe venían a confesar y exponer todo lo que antes habían hecho.
No pocos de los que habían practicado la magia juntaron sus libros y los quemaron delante de todos. Calculado el precio de esos libros, se estimó en unas cincuenta mil monedas de plata.
De esta forma la Palabra de Dios manifestaba su poder, se extendía y se robustecía.
Después de todos estos acontecimientos, Pablo tomó su decisión en el Espíritu: ir a Jerusalén pasando por Macedonia y Acaya. Y decía: «Después de llegar allí, tengo que ir también a Roma.»
Envió a Macedonia a dos de sus auxiliares, a Timoteo y a Erasto, mientras él se quedaba por algún tiempo más en Asia.
Fue en ese tiempo cuando se produjo un gran tumulto en la ciudad a causa del camino.
Un platero, llamado Demetrio, fabricaba figuritas de plata del templo de Artemisa, y con esto procuraba buenas ganancias a los artífices.
Reunió a éstos junto con otros que vivían de artes parecidas, y les dijo: «Compañeros, ustedes saben que esta industria es la que nos deja las mayores ganancias.
Pero como ustedes mismos pueden ver y oír, ese Pablo ha cambiado la mente de muchísimas personas, no sólo en Efeso, sino en casi toda la provincia de Asia. Según él, los dioses no pueden salir de manos humanas.
No son sólo nuestros intereses los que salen perjudicados, sino que también el templo de la gran diosa Artemisa corre peligro de ser desprestigiado. Al final se acabará la fama de aquella a quien adora toda el Asia y el mundo entero.»
Este discurso despertó el furor de los oyentes y empezaron a gritar: «¡Grande es la Artemisa de los Efesios!»
El tumulto se propagó por toda la ciudad. La gente se precipitó al teatro arrastrando consigo a Gayo y Aristarco, dos macedonios, compañeros de viaje de Pablo.
Pablo quería enfrentarse con la muchedumbre, pero los discípulos no lo dejaron.
Incluso algunos consejeros, amigos suyos, de la provincia de Asia, le mandaron a decir que no se arriesgara a ir al teatro.
Mientras tanto la asamblea estaba sumida en una gran confusión. Unos gritaban una cosa, otros otra, y la mayor parte no sabían ni por qué estaban allí.
En cierto momento algunos hicieron salir de entre la gente a un tal Alejandro, a quien los judíos empujaban adelante. Quería justificarlos ante el pueblo y pidió silencio con la mano.
Pero cuando se dieron cuenta de que era judío, todos a una voz se pusieron a gritar, y durante casi dos horas sólo se oyó este grito: «¡Grande es la Artemisa de los efesios!»
Al fin el secretario de la ciudad logró calmar a la multitud y dijo: «Ciudadanos de Efeso, ¿quién no sabe que la ciudad de Éfeso guarda el templo de la gran Artemisa y su imagen caída del cielo?
Siendo esto algo tan evidente, conviene que ustedes se calmen y no cometan ninguna locura.
Estos hombres que han traído aquí no han profanado el templo, ni han insultado a nuestra diosa.
Si Demetrio y sus artífices tienen cargos contra alguno, para eso están las audiencias y los magistrados: que presenten allí sus acusaciones.
Y si el asunto es de mayor importancia, que se resuelva en la asamblea legal.
¿Han pensado ustedes que podríamos ser acusados de rebelión por lo ocurrido hoy? No tendríamos excusa alguna para justificar este tumulto.»