Pablo quiso llevarlo consigo y de partida lo circuncidó, pensando en los judÃos que habÃa por aquellos lugares, pues todos sabÃan que su padre era griego.
Al despertar nos contó la visión y comprendimos que el Señor nos llamaba para evangelizar a Macedonia.
Nos embarcamos en Tróade y navegamos rumbo a la isla de Samotracia; al dÃa siguiente salimos para Neápolis.
De allà pasamos a Filipos, una de las principales ciudades del distrito de Macedonia, con derechos de colonia romana. Nos detuvimos allà algunos dÃas,
y el sábado salimos a las afueras de la ciudad, a orillas del rÃo, donde era de suponer que los judÃos se reunÃan para orar. Nos sentamos y empezamos a hablar con las mujeres que habÃan acudido.
Una de ellas se llamaba Lidia, y era de las que temen a Dios. Era vendedora de púrpura y natural de la ciudad de Tiatira. Mientras nos escuchaba, el Señor le abrió el corazón para que aceptase las palabras de Pablo.
Mientras Ãbamos un dÃa al lugar de oración, salió a nuestro encuentro una muchacha esclava que estaba poseÃda por un espÃritu adivino. Adivinando la suerte producÃa mucha plata a sus amos.
Empezó a seguirnos y a Pablo gritando: «Estos hombres son siervos del Dios AltÃsimo y les anuncian el camino de la salvación.»
Esto se repitió durante varios dÃas, hasta que Pablo se cansó, Se volvió y dijo al espÃritu: «En el nombre de Jesucristo te ordeno que salgas de ella» Y en ese mismo instante el espÃritu la dejó.
Este, al recibir dicha orden, los metió en el calabozo interior, y les sujetó los pies con cadenas al piso del calabozo.
Hacia la media noche Pablo y Silas estaban cantando himnos a Dios, y los demás presos los escuchaban.
De repente se produjo un temblor tan fuerte que se conmovieron los cimientos de la cárcel; todas las puertas se abrieron de golpe y a todos los presos se les soltaron las cadenas.
Se despertó el carcelero y vio todas las puertas de la cárcel abiertas. Creyendo que los presos se habÃan escapado, sacó la espada para matarse,
pero Pablo le gritó: «No te hagas daño, que estamos todos aquÃ.»
Los habÃa llevado a su casa; allà preparó la mesa e hicieron fiesta con todos los suyos por haber creÃdo en Dios.
Por la mañana los magistrados enviaron a unos oficiales con esta orden: «Deja en libertad a esos hombres.»
El carcelero se lo comunicó a Pablo y Silas, diciendo: «Los magistrados han dado orden de dejarlos en libertad. salgan, pues, y marchen en paz.»
Pero Pablo le contestó: «A nosotros, ciudadanos romanos, nos han azotado públicamente y nos han metido en la cárcel sin juzgarnos, ¿y ahora quieren echarnos fuera a escondidas? Eso no. Que vengan ellos a sacarnos.»
Los oficiales transmitieron esto a los magistrados, que se llenaron de miedo al escuchar que eran ciudadanos romanos.