«En verdad les digo: El que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino que salta por algún otro lado, ése es un ladrón y un salteador.
El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas.
El cuidador le abre y las ovejas escuchan su voz; llama por su nombre a cada una de sus ovejas y las saca fuera.
Cuando ha sacado todas sus ovejas, empieza a caminar delante de ellas, y las ovejas lo siguen porque conocen su voz.
A otro no lo seguirían, sino que huirían de él, porque no conocen la voz de los extraños.»
Jesús usó esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir.
Jesús, pues, tomó de nuevo la palabra: En verdad les digo que yo soy la puerta de las ovejas.
Todos los que han venido eran ladrones y malhechores, y las ovejas no les hicieron caso.
Yo soy la puerta: el que entre por mí estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará alimento.
El ladrón sólo viene a robar, matar y destruir, mientras que yo he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud.
Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas.
No así el asalariado, que no es el pastor ni las ovejas son suyas. Cuando ve venir al lobo, huye abandonando las ovejas, y el lobo las agarra y las dispersa.
A él sólo le interesa su salario y no le importan nada las ovejas.
Yo soy el Buen Pastor y conozco los míos como los mios me conocen a mí,
lo mismo que el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre. Y yo doy mi vida por las ovejas.
Tengo otras ovejas que no son de este corral. A esas también las llevaré; escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño con un solo pastor.
El Padre me ama porque yo doy mi vida para retomarla de nuevo.
Nadie me la quita, sino que yo mismo la entrego. En mis manos está el entregarla y el recobrarla: éste es el mandato que recibí de mi Padre.»
Nuevamente se dividieron los judíos a causa de estas palabras.
Algunos decían: «Es víctima de un espíritu malo y habla locuras; ¿para qué escucharlo?»
Pero otros decían: «Un endemoniado no habla de esta manera. ¿Puede acaso un demonio abrir los ojos de los ciegos?»
Era invierno y en Jerusalén se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo.
Jesús se paseaba en el Templo, por el pórtico de Salomón,
cuando los judíos lo rodearon y le dijeron: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo claramente.»
Jesús les respondió: «Ya se lo he dicho, pero ustedes no creen. Las obras que hago en el nombre de mi Padre manifiestan quién soy yo,
pero ustedes no creen porque no son ovejas mías.
Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen,
y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano.
Aquello que el Padre me ha dado es más fuerte que todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre.
Yo y el Padre somos una sola cosa.»
Entonces los judíos tomaron de nuevo piedras para tirárselas.
Jesús les dijo: «He hecho delante de ustedes muchas obras hermosas que procedían del Padre; ¿por cuál de ellas me quieren apedrear?»
Los judíos respondieron: «No te apedreamos por algo hermoso que hayas hecho, sino por insultar a Dios; porque tú, siendo hombre, te haces Dios.»
Jesús les contestó: «¿No está escrito en la Ley de ustedes: Yo he dicho que son dioses?
No se puede cambiar la Escritura, y en ese lugar llama dioses a los que recibieron esta palabra de Dios.
Y yo, que fui consagrado y enviado al mundo por el Padre, ¿estaría insultando a Dios al decir que soy el Hijo de Dios?
Si yo no hago las obras del Padre, no me crean.
Pero si las hago, si no me creen a mí, crean a esas obras, para que sepan y reconozcan que el Padre está en mí y yo en el Padre.»
Otra vez quisieron llevarlo preso, pero Jesús se les escapó de las manos.
Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y se quedó allí.
Mucha gente acudió a él, y decían: «Juan no hizo ninguna señal milagrosa, pero todo lo que dijo de éste era verdad.»