Jesús reunió a los Doce y les dio autoridad para expulsar todos los malos espíritus y poder para curar enfermedades.
Después los envió a anunciar el Reino de Dios y devolver la salud a las personas.
Les dijo: «No lleven nada para el camino: ni bolsa colgada del bastón, ni pan, ni plata, ni siquiera vestido de repuesto.
Cuando los reciban en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar.
Pero donde no los quieran recibir, no salgan del pueblo sin antes sacudir el polvo de sus pies: esto será un testimonio contra ellos.»
Ellos partieron a recorrer los pueblos; predicaban la Buena Nueva y hacían curaciones en todos los lugares.
El virrey Herodes se enteró de todo lo que estaba ocurriendo, y no sabía qué pensar, porque unos decían: «Es Juan, que ha resucitado de entre los muertos»;
y otros: «Es Elías que ha reaparecido»; y otros: «Es alguno de los antiguos profetas que ha resucitado.»
Pero Herodes se decía: «A Juan le hice cortar la cabeza. ¿Quién es entonces éste, del cual me cuentan cosas tan raras?» Y tenía ganas de verlo.
Al volver los apóstoles, contaron a Jesús todo lo que habían hecho. El los tomó consigo y se retiró en dirección a una ciudad llamada Betsaida, para estar a solas con ellos.
Pero la gente lo supo y partieron tras él. Jesús los acogió y volvió a hablarles del Reino de Dios mientras devolvía la salud a los que necesitaban ser atendidos.
El día comenzaba a declinar. Los Doce se acercaron para decirle: «Despide a la gente para que se busquen alojamiento y comida en las aldeas y pueblecitos de los alrededores, porque aquí estamos lejos de todo.»
Jesús les contestó: «Denles ustedes mismos de comer.» Ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados. ¿O desearías, tal vez, que vayamos nosotros a comprar alimentos para todo este gentío?»
De hecho había unos cinco mil hombres. Pero Jesús dijo a sus discípulos: «Hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta.»
Así lo hicieron los discípulos, y todos se sentaron.
Jesús entonces tomó los cinco panes y los dos pescados, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los entregó a sus discípulos para que los distribuyeran a la gente.
Todos comieron hasta saciarse. Después se recogieron los pedazos que habían sobrado, y llenaron doce canastos.
Un día Jesús se había apartado un poco para orar, pero sus discípulos estaban con él. Entonces les preguntó: «Según el parecer de la gente ¿quién soy yo?»
Ellos contestaron: «Unos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías, y otros que eres alguno de los profetas antiguos que ha resucitado.»
Entonces les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro respondió: «Tú eres el Cristo de Dios.»
Jesús les hizo esta advertencia: «No se lo digan a nadie».
Y les decía: «El Hijo del Hombre tiene que sufrir mucho y ser rechazado por las autoridades judías, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la Ley. Lo condenarán a muerte, pero tres días después resucitará.»
También Jesús decía a toda la gente: «Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga.
Les digo: el que quiera salvarse a sí mismo se perderá, y el que pierda su vida por causa mía, se salvará.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde o se disminuye a sí mismo?
Si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria y en la gloria de su Padre con los ángeles santos.
En verdad les digo que algunos de los aquí presentes no morirán sin antes haber visto el Reino de Dios.»
Unos ocho días después de estos discursos, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y subió a un cerro a orar.
Y mientras estaba orando, su cara cambió de aspecto y su ropa se volvió de una blancura fulgurante.
Dos hombres, que eran Moisés y Elías, conversaban con él.
Se veían en un estado de gloria y hablaban de su partida, que debía cumplirse en Jerusalén.
Un sueño pesado se había apoderado de Pedro y sus compañeros, pero se despertaron de repente y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él.
Como éstos estaban para irse, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno que estemos aquí! Levantemos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Pero no sabía lo que decía.
Estaba todavía hablando, cuando se formó una nube que los cubrió con su sombra, y al quedar envueltos en la nube se atemorizaron.
Pero de la nube llegó una voz que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escúchenlo.»
Después de oírse estas palabras, Jesús estaba allí solo. Los discípulos guardaron silencio por aquellos días, y no contaron nada a nadie de lo que habían visto.
Al día siguiente, cuando bajaban del cerro, les salió al encuentro un tropel de gente.
De pronto un hombre de entre ellos empezó a gritar: «Maestro, te lo suplico, mira a este muchacho, el único hijo que tengo.
De repente un demonio se apodera de él y empieza a dar gritos; lo hace retorcerse con violencia y echar espumarajos, y no lo suelta sino cuando está totalmente molido.
He pedido a tus discípulos que echaran el demonio, pero no han sido capaces.»
Jesús respondió: «Gente incrédula y extraviada, ¿hasta cuándo estaré entre ustedes y tendré que soportarlos?
Trae acá a tu hijo.» Cuando el muchacho se acercaba, el demonio lo arrojó al suelo con violentas sacudidas. Pero Jesús habló al espíritu malo en tono dominante, curó al muchacho y se lo devolvió a su padre.
Todos quedaron asombrados ante una tal intervención de Dios. Mientras todos quedaban admirados por las cosas que hacía, Jesús dijo a sus discípulos:
«Escuchen y recuerden lo que ahora les digo: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres.»
Pero ellos no entendieron estas palabras. Algo les impedía comprender lo que significaban, y no se atrevían a pedirle una aclaración.
A los discípulos se les ocurrió preguntarse cuál de ellos era el más importante.
Jesús, que conocía sus pensamientos, tomó a un niño, lo puso a su lado,
y les dijo: «El que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. El más pequeño entre todos ustedes, ése es realmente grande.»
En ese momento Juan tomó la palabra y le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que hacía uso de tu nombre para echar fuera demonios, y le dijimos que no lo hiciera, pues no es discípulo junto a nosotros.»
Pero Jesús le dijo: «No se lo impidan, pues el que no está contra ustedes, está con ustedes.»
Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, Jesús emprendió resueltamente el camino a Jerusalén.
Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento.
Pero los samaritanos no lo quisieron recibir, porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?»
Pero Jesús se volvió y los reprendió.
Y continuaron el camino hacia otra aldea.
Mientras iban de camino, alguien le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.»
Jesús le contestó: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza.»
Jesús dijo a otro: «Sígueme». El contestó: «Señor, deja que me vaya y pueda primero enterrar a mi padre.»
Jesús le dijo: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú vé a anunciar el Reino de Dios.»
Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero antes déjame despedirme de mi familia.»
Jesús le contestó: «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.»