Habiendo entrado Jesús en Jericó, atravesaba la ciudad.
Había allí un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de los cobradores del impuesto y muy rico.
Quería ver cómo era Jesús, pero no lo conseguía en medio de tanta gente, pues era de baja estatura.
Entonces se adelantó corriendo y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por allí.
Cuando llegó Jesús al lugar, miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida, pues hoy tengo que quedarme en tu casa.»
Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.
Entonces todos empezaron a criticar y a decir: «Se ha ido a casa de un rico que es un pecador.»
Pero Zaqueo dijo resueltamente a Jesús: «Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y a quien le haya exigido algo injustamente le devolveré cuatro veces más.»
Jesús, pues, dijo con respecto a él: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también este hombre es un hijo de Abraham.
El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»
Cuando Jesús estaba ya cerca de Jerusalén, dijo esta parábola, pues los que lo escuchaban creían que el Reino de Dios se iba a manifestar de un momento a otro.
«Un hombre de una familia noble se fue a un país lejano para ser nombrado rey y volver después.
Llamó a diez de sus servidores, les entregó una moneda de oro a cada uno y les dijo: «Comercien con ese dinero hasta que vuelva.»
Pero sus compatriotas lo odiaban y mandaron detrás de él una delegación para que dijera: «No queremos que éste sea nuestro rey.»
Cuando volvió, había sido nombrado rey. Mandó, pues, llamar a aquellos servidores a quienes les había entregado el dinero, para ver cuánto había ganado cada uno.
Se presentó el primero y dijo: «Señor, tu moneda ha producido diez más.»
Le contestó: «Está bien, servidor bueno; ya que fuiste fiel en cosas muy pequeñas, ahora te confío el gobierno de diez ciudades.»
Vino el segundo y le dijo: «Señor, tu moneda ha producido otras cinco más.»
El rey le contestó: «Tú también gobernarás cinco ciudades.»
Llegó el tercero y dijo: «Señor, aquí tienes tu moneda. La he guardado envuelta en un pañuelo
porque tuve miedo de ti. Yo sabía que eres un hombre muy exigente: reclamas lo que no has depositado y cosechas lo que no has sembrado.»
Le contestó el rey: «Por tus propias palabras te juzgo, servidor inútil. Si tú sabías que soy un hombre exigente, que reclamo lo que no he depositado y cosecho lo que no he sembrado,
¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así a mi regreso lo habría cobrado con los intereses.»
Y dijo el rey a los presentes: «Quítenle la moneda y dénsela al que tiene diez.»
«Pero, señor, le contestaron, ya tiene diez monedas.»
Yo les digo que a todo el que produce se le dará más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene.
En cuanto a esos enemigos míos que no me quisieron por rey, tráiganlos aquí y mátenlos en mi presencia.»
Dicho esto, Jesús pasó adelante y emprendió la subida hacia Jerusalén.
Cuando se acercaban a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos y les dijo:
«Vayan al pueblo de enfrente y al entrar en él encontrarán atado un burrito que no ha sido montado por nadie hasta ahora. Desátenlo y tráiganmelo.
Si alguien les pregunta por qué lo desatan, contéstenle que el Señor lo necesita.»
Fueron los dos discípulos y hallaron todo tal como Jesús les había dicho.
Mientras soltaban el burrito llegaron los dueños y les preguntaron: «¿Por qué desatan ese burrito?»
Contestaron: «El Señor lo necesita.»
Trajeron entonces el burrito y le echaron sus capas encima para que Jesús se montara.
La gente extendía sus mantos sobre el camino a medida que iba avanzando.
Al acercarse a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de los discípulos comenzó a alabar a Dios a gritos, con gran alegría, por todos los milagros que habían visto.
Decían: «¡Bendito el que viene como Rey, en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en lo más alto de los cielos!»
Algunos fariseos que se encontraban entre la gente dijeron a Jesús: «Maestro, reprende a tus discípulos.»
Pero él contestó: «Yo les aseguro que si ellos se callan, gritarán las piedras.»
Al acercarse y viendo la ciudad, lloró por ella,
y dijo: «¡Si al menos en este día tú conocieras los caminos de la paz! Pero son cosas que tus ojos no pueden ver todavía.
Vendrán días sobre ti en que tus enemigos te cercarán de trincheras, te atacarán y te oprimirán por todos los lados.
Te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has reconocido el tiempo ni la visita de tu Dios.»
Jesús entró después en el recinto del Templo y comenzó a expulsar a los comerciantes que estaban allí actuando.
Les declaró: «Dios dice en la Escritura: Mi casa será casa de oración. Pero ustedes la han convertido en un refugio de ladrones.»
Jesús enseñaba todos los días en el Templo. Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley buscaban el modo de acabar con él, al igual que las autoridades de los judíos,
pero no sabían qué hacer, pues todo el pueblo lo escuchaba y estaba pendiente de sus palabras.