Tus fronteras estaban en alta mar y tus fundadores quisieron que fueras muy hermosa.
De los cipreses de Senir sacaron las planchas de tu casco, de un cedro del LÃbano, tu mástil, y de las encinas de Basán, tus remos; tu puente era de cedro de las islas de Quitim, con incrustaciones de marfil.
Tus velas eran de lino de Egipto, y de lo mismo tu pabellón. Tus tinturas de púrpura y de escarlata venÃan de las islas de Elisha.
Los habitantes de Sidón y de Arvad eran tus remeros, pero los pilotos eran tus peritos;
los ancianos de Guebal ( ) reparaban tus averÃas ( ).
Gente de Persia, de Lud y de Put, llevando casco y escudo, formaban tus tropas y eran tu orgullo.
Los hijos de Arvad a tu servicio custodiaban tus fortificaciones; los Guemadianos hacÃan guardia en tus torres, sus escudos colgando de tus muros te daban color.
Tarsis te surtÃa de todo: a cambio de plata, hierro, estaño y plomo recibÃa tus mercaderÃas.
Yaván, Tubal y Mesac adquirÃan tus mercaderÃas a cambio de esclavos y objetos de bronce.
Los barcos de Tarsis aseguraban tu comercio. Partiste para ultramar, repleta, cargada hasta el tope,
tus remeros te llevaron a alta mar, y luego, en medio del mar, el viento del este te hizo volcar.
Y se hunden, en lo profundo del mar, tus riquezas, tus mercaderÃas y todo lo que transportas: marinos y marineros, carpinteros de a bordo, comerciantes, hombres de guerra y pasajeros: ¡es un naufragio!
Los gritos de tus marineros han llegado hasta la costa.
Todos los remeros se bajan de sus embarcaciones y los marinos se quedan en tierra.
No conversan más que de ti y lanzan gritos, se echan tierra en sus cabezas y se revuelcan en la ceniza.
Por ti se rapan la cabeza y se visten de sacos; muy afligidos, dejarán oÃr sus lamentos, una amarga lamentación.