Estas son las palabras del libro de Baruc, hijo de Nerías, descendiente de Maasías, de Sedecías, de Sedeí, de Helcías.
Lo escribió en Babilonia el año quinto, el día siete del mes, desde que los caldeos se apoderaron de Jerusalén y la incendiaron.
Baruc leyó las palabras de este libro en presencia de Jeconías, hijo de Joaquín, rey de Judá, y delante de todo el pueblo que acudía a oírlas.
Estaban todos los personajes de la familia real, los ancianos y el pueblo, desde el más pequeño hasta el más grande, cuantos habitaban en Babilonia junto al río Sud.
Entonces lloraron, ayunaron y rezaron
e hicieron una colecta de dinero, de acuerdo a las posibilidades de cada uno.
Enviaron a Baruc a Jerusalén, hacia Joaquím, hijo de Helcías, hijo de Salón, sacerdote, a los sacerdotes y a todo el pueblo que se hallaba con él en Jerusalén.
Antes de partir, el día diez del mes de Siván, había tomado los vasos del Templo del Señor que habían sido robados, para devolverlos a la tierra de Judá. Eran los vasos de plata que había hecho Sedecías, hijo de Josías, rey de Judá,
cuando Nabucodonosor, rey de Babilonia, aprisionó a Jeconías y a los príncipes, a todos los ricos y al pueblo y los llevó de Jerusalén a Babilonia.
Y les dijeron: «Les mandamos dinero para que compren holocaustos y ofrendas por el pecado e incienso, y para que ofrezcan sacrificios en el altar del Señor nuestro Dios,
rueguen por la vida de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y por la vida de Baltasar, su hijo, para que en todo tengan éxito. Así el Señor nos concederá a nosotros fortaleza y salud,
viviremos bajo la protección de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y de su hijo Baltasar, los serviremos por largo tiempo y nos tratarán bien.
Rueguen también por nosotros al Señor, nuestro Dios, porque lo hemos ofendido y hasta el día de hoy el enojo y la cólera del Señor no se han apartado de nosotros.
Finalmente, lean este libro que les mandamos para que sea leído en el Templo del Señor en día de fiesta y en los días que conviene.
Dirán: Que todos reconozcan la justicia del Señor, nuestro Dios. En cambio, a nosotros nos corresponde la vergüenza y también a los habitantes de Judá y de Jerusalén,
a nuestros reyes y nuestros príncipes, a nuestros sacerdotes, nuestros profetas y nuestros padres,
porque hemos pecado delante del Señor.
Le hemos desobedecido, no hemos escuchado su voz ni hemos caminado de acuerdo con las órdenes que el Señor nos puso delante.
Desde el día en que el Señor sacó a nuestros padres de Egipto hasta hoy, hemos sido desobedientes con él y nos hemos rebelado en vez de escuchar su voz.
Por eso nos sobrevinieron calamidades y la maldición que el Señor dijo a su siervo Moisés el día que sacó a nuestros padres de Egipto para darnos una tierra que destila leche y miel. Vivimos entre desgracias hasta el día de hoy.
No escuchamos la voz del Señor, según lo que decían los profetas que nos envió;
y todos nos fuimos, según las inclinaciones de nuestro perverso corazón, a servir a otros dioses y a hacer lo que desagrada al Señor.