¿Quién me diera, en el desierto, una posada de viajeros, para dejar a mi pueblo e irme lejos de ellos? Porque son todos unos adúlteros, una pandilla de traidores.
Estiran su lengua como un arco; es la mentira y no la verdad lo que prevalece en este país. Sí, van de crimen en crimen. ¡Y a Yavé no lo conocen!
Que cada uno desconfíe de su amigo y que no tenga confianza ni en su hermano, porque el hermano sólo piensa en suplantar al otro y el amigo anda levantando calumnias.
Se engañan unos a otros, nunca dicen la verdad, su lengua está acostumbrada a mentir, y no pueden convertirse.
Viven en la mentira y la mentira les impide conocerme.
Por eso, así habla Yavé de los Ejércitos: «Voy a probarlos en el fuego del crisol, ¿qué otra cosa puedo hacer con la hija de mi pueblo?
Su lengua es una flecha que mata, diciendo mentiras; le desean al prójimo la paz, pero, en su corazón, le preparan una trampa.
¿Y no he de castigarles yo por estas cosas?, dice Yavé. ¿De gente como ésta, no me vengaré?»
Lancen por los montes gemidos y lamentos, y un canto fúnebre por el pasto del desierto, porque ha sido quemado, y nadie pasa por allí, ni se oyen los mugidos del ganado. Desde los pájaros del cielo hasta las bestias, todas han huido, han desaparecido.
«Voy a hacer de Jerusalén un montón de piedras, una guarida de chacales, y de las ciudades de Judá, un desierto donde nadie viva.»
¿Quién es bastante sabio para comprender estos acontecimientos? ¿A quién se lo ha dicho la boca de Yavé para que lo publique? ¿Por qué el país está perdido, incendiado como el desierto, por donde nadie pasa?
Yavé lo ha dicho: Es que han abandonado mi Ley, que les había dado; no han oído mi voz ni la han seguido,
sino que, yendo tras la inclinación de su duro corazón se han marchado con los Baales, que sus padres les enseñaron.
Por eso, así dice Yavé de los Ejércitos, Dios de Israel: «Yo daré de comer ajenjo a este pueblo y les voy a dar de beber agua envenenada.
Los desparramaré entre las naciones que no conocieron ni ellos ni sus padres, y detrás de ellos enviaré la espada hasta acabar con todos.»
¡Oigan! ¡Llamen a las lloronas, que vengan! ¡Busquen a las más peritas y que vengan!
Que se apresuren en entonarnos una canción fúnebre. Dejen que lloren nuestros ojos y que derramen llanto nuestros párpados.
Sí, una queja llega desde Sión: «¡Ah, qué arruinados y avergonzados estamos! Tener que abandonar la patria y ver nuestras casas destruidas.»
Ustedes, mujeres, escuchen la palabra de Yavé, reciban sus oídos la palabra de su boca, enseñen a sus hijas este canto fúnebre, y, unas a otras, esta lamentación:
«La muerte ha trepado por nuestras ventanas y ha entrado en nuestros palacios; ha segado al niño en la calle, a los jóvenes en la plaza.
Los cadáveres humanos yacen como guano por el campo, como gavillas tras el segador, sin que haya nadie que los recoja.»
Así dice Yavé: «Que no se alabe el sabio por su sabiduría, ni el valiente por su valentía, ni el rico por su riqueza.
Quien quiera alabarse, que busque su alabanza en esto: en tener inteligencia y conocerme. Yo soy Yavé, y mi obrar en la tierra no es más que bondad, rectitud y justicia. Estas son las cosas que me gustan -palabra de Yavé-.
Se acerca el tiempo, dice Yavé, en que castigaré a los circuncidados junto con los que no lo son:
a Egipto, Judá, Edom, los hijos de Ammón, Moab, y a todos los árabes que se afeitan las sienes y que viven en el desierto. Pues todos estos pueblos no son circuncidados, y la gente de Israel no ha circuncidado su corazón.