Si dieras a conocer tu Nombre a tus contrarios, sería como llama que prende en las ramas secas o como el agua que borbotea en el fuego, y las naciones temblarían en tu presencia
al verte realizar prodigios inesperados.
Nunca se escuchó, ningún oído oyó, ni ojo alguno ha visto que un Dios, fuera de ti, hiciera tanto en favor de quienes confían en él.
Tú has desconcertado a los que vivían como justos, y que te recordaban, siguiendo tus caminos. Te enojaste, pues a lo mejor pecamos; hemos actuado mal, pero tendremos salvación.
Todos nosotros éramos como impuros, y nuestros méritos no valían más que un paño sucio. Somos como las hojas caídas, y nuestros pecados nos arrastran como el viento.
Nadie ya invoca tu Nombre ni se despierta para buscarte, sino que tú nos has dado vuelta la cara y nos has dejado a merced de nuestras culpas.
Y, sin embargo, Yavé, tú eres nuestro Padre, somos la greda que tus manos plasmaron, todos nosotros fuimos hechos por tus manos.
¡No te enojes tanto, pues, Yavé, ni estés recordando, a cada momento, nuestros pecados! Míranos, pues todos nosotros formamos tu pueblo.
Tus ciudades santas han quedado abandonadas; Sión está desierta, Jerusalén hecha una ruina.
Nuestro templo, santo y magnífico, en que te rezaban nuestros abuelos, ha sido consumido por el fuego; todo lo que nos hacía felices está ahora en ruinas.
¿Y puedes tú, Yavé, no conmoverte al ver estas cosas? ¿Durará tu silencio y será mayor nuestra humillación?