Lo hizo tan glorioso como los ángeles, lo volvió poderoso, terrible para sus enemigos;
por su sola palabra se multiplicaban los prodigios. El Señor lo glorificó en presencia de los reyes, le dio mandamientos para su pueblo y le dejó ver un reflejo de su gloria.
Dejó que entrara en su misterio ese hombre fiel y amable, al que habÃa escogido entre todos.
Le permitió que oyera su voz y lo introdujo en la nube oscura. Le habló cara a cara y le dio los mandamientos, esa ley revelada, ley de vida, para que enseñara la Alianza a Jacob, y sus decretos a Israel.
Del borde de su manto pendÃan granadas e innumerables campanillas de oro que tintineaban a cada uno de sus pasos; se las oÃa resonar en el templo y el pueblo permanecÃa atento a ellas.
Piedras preciosas destellaban, grabadas como sellos, engastadas por el joyero en una montura de oro. Allà se leÃan los nombres de las tribus de Israel: era para tenerlas siempre presentes en la memoria del Señor.
Fue elegido entre todos los seres vivientes para que presentara la ofrenda al Señor, junto con el incienso de agradable aroma, para que asà el Señor se acordara de su pueblo y le perdonara sus pecados.
El Señor le concedió el don de interpretar sus mandamientos y de pronunciarse cuando se trate de enseñar a Jacob sus decisiones, y de esclarecer a Israel con respecto a su Ley.
El Señor lo vio y eso no le gustó; fueron exterminados por el ardor de su cólera. Los castigó de manera extraordinaria: llamas ardientes los devoraron.
Dios hizo mucho más aún por la gloria de Aarón; le dio a manera de herencia los primores de las cosechas, asegurándole asà el pan en abundancia.
¡Oh raza de Aarón, que el Señor ponga sabidurÃa en sus corazones para que gobiernen a su pueblo con rectitud, y asÃ, de generación en generación, no se pierda ni su prosperidad ni su gloria!