Hagamos ahora el elogio de los hombres ilustres, hagamos una reseña de nuestros antepasados.
El Señor les dio una bella gloria, que es una parte de su gloria eterna.
Unos fueron soberanos en su reino, hombres famosos por su energía; otros sobresalieron por sus sabias decisiones, hablaron como profetas.
Otros guiaron al pueblo con sus consejos, le enseñaron con sus palabras llenas de sabiduría.
Otros cultivaron la música, la poesía y la prosa.
Otros fueron hombres ricos, personajes poderosos que vivieron en paz en sus dominios.
Todos tuvieron fama en su vida y fueron un motivo de orgullo para sus contemporáneos.
Si bien ellos dejaron un nombre, y todavía se repiten sus alabanzas,
otros cayeron en el olvido, desaparecieron como si no hubieran existido, y lo mismo ocurrió con sus descendientes.
Pero hablemos de los hombres de bien cuyas buenas obras no se han olvidado.
Sus descendientes han heredado ese hermoso legado,
su raza se mantiene fiel a la Alianza, sus hijos siguen su ejemplo.
Su raza durará para siempre, su gloria no desaparecerá.
Sus cuerpos fueron enterrados en la paz, pero su nombre está vivo por todas las generaciones.
Los pueblos cuentan su sabiduría y la asamblea proclama su alabanza.
Enoc agradó al Señor y fue trasladado: él ha dejado su testimonio para los hombres de todos los tiempos.
Noé fue hallado justo, perfecto: fue el instrumento de la reconciliación en el momento de la Cólera; debido a él quedó un resto en la tierra cuando vino el diluvio.
El Señor se comprometió con él para siempre: no destruirá más por medio de las aguas al conjunto de los vivientes.
Abrahán es el padre ilustre de una multitud de naciones; nadie ha igualado nunca su gloria.
Observó la ley del Altísimo, que lo hizo entrar en su alianza; esa alianza fue inscrita en su carne; permaneció fiel en el día de la prueba.
Por eso Dios le hizo un juramento: todas las naciones serían bendecidas en su descendencia, la multiplicaría como el polvo de la tierra, elevaría su descendencia hasta las estrellas, su posteridad dominaría de uno al otro mar, desde el Eufrates hasta donde terminan las tierras en occidente.
A Isaac le renovó esa promesa, debido a Abrahán su padre.
Luego hizo reposar sobre la cabeza de Jacob la bendición para todos los hombres, lo mismo que la alianza; lo bendijo personalmente y le dio el país como herencia. Lo dividió en partes y las distribuyó entre las doce tribus.