Si haces un favor, mira a quién lo haces, y te valdrá un reconocimiento.
Haz el bien a un fiel y serás recompensado, si no es por él, por el Altísimo.
No se hacen favores al que se obstina en hacer el mal, ni al que no tiene compasión.
Da a un fiel, pero no ayudes a un pecador.
Haz el bien al que es humilde, pero no des a un impío. Niégale el pan, no se lo des, pues llegaría a ser más poderoso que tú y te pagaría con el doble de mal tus buenas obras.
Mira que el Altísimo aborrece a los pecadores y se venga de los impíos.
Da al hombre bueno, pero no vayas en ayuda del pecador.
Un amigo no se vuelve enemigo cuando todo va bien, un enemigo no se disimula más cuando llega la adversidad.
Cuando a uno le va bien, sus enemigos se enojan; cuando tiene reveses, hasta su amigo lo abandona.
No te fíes nunca de tu enemigo: su maldad permanece igual como el bronce bajo el óxido.
Aunque se haga el humilde y se acerque agachado, mantente en guardia y desconfía de él; actúa con él como el artesano que pule un espejo de bronce y que sabe que el óxido no se resistirá hasta el fin.
No lo pongas a tu lado: podría echarte y ocupar tu lugar. No lo invites a sentarse a tu derecha: podría ambicionar tu puesto; entonces comprenderías que yo tenía razón y te pesaría no haberme escuchado.
¿Quién se compadecerá del encantador mordido por una serpiente, o de cualquier otro que se acerca a animales peligrosos?
Lo mismo vale para el que frecuenta al pecador y se asocia a sus malas acciones.
El pecador se mantendrá tranquilo a tu lado durante una hora, pero apenas te distraigas, se sacará la máscara.
El enemigo no es más que dulzura en sus palabras, pero sólo piensa en tirarte a la fosa. Sabe derramar lágrimas, pero si tiene la ocasión, se le hará poco tu sangre.
Si te azota la desgracia, lo verás ante ti: hará como que te ayuda, pero será sólo para librarse de ti.
Entonces te hará muecas y aplaudirá; hará bromas a costa tuya y mostrará su verdadera cara.