Los impÃos pensaban someter bajo su poder a la nación santa: pero se encontraron cautivos, prisioneros de una larga noche, encerrados bajo sus propios techos, desterrados lejos de tu infalible protección.
Pensaban esconderse junto con sus pecados bajo el velo del olvido, pero fueron dispersados, sometidos a terribles horrores, aterrorizados por fantasmas.
Los escondrijos donde se refugiaron no los pusieron al abrigo del miedo: ruidos espantosos resonaban a su derredor, y se les aparecÃan espectros lÃvidos, de rasgos lúgubres.
Ningún fuego podÃa alumbrarles, y el brillante resplandor de las estrellas no se atrevÃa a traspasar esa sombrÃa noche.
La única cosa que podìan ver erda un fuego terrible que no se extinguÃa ; y cuando esa visión habÃa ya desaparecido, en su terror exageraban todavÃa lo que acababan de ver.
Las artimañas de la magia no sirvieron para nada, y su pretendida sabidurÃa recibió un tajante desmentido,
porque aquellos que se jactaban de sanar a los espÃritus de sus perturbaciones y de sus temores, eran presa de un miedo ridÃculo.
Porque la maldad es miedosa: se condena a sà misma. Perseguida por su conciencia, espera siempre lo peor.
Tener miedo es simplemente renunciar a la ayuda de la razón; mientras menos se cuenta con esa ayuda interior, más aumenta la causa desconocida de sus sufrimientos.
Esa noche habÃa surgido de un mundo infernal, mundo de la impotencia; se habÃa apoderado de ellos durante el sueño y los mantenÃa en la impotencia. A lo largo de toda esa noche,
se veÃan perseguidos por espectros y permanecÃan clavados en su sitio: un miedo horrible y súbito los embargaba.
Cada uno permanecÃa donde habÃa caÃdo, inmovilizado en esa prisión sin grillos.
Fuera labrador, pastor o trabajador solitario, cada uno habÃa sido tomado de improviso, sin poder resistir; una misma oscuridad los tenÃa a todos encadenados.
Todo los llenaba de terror y los paralizaba: el murmullo de la brisa, el gorjeo de un pajarito entre las ramas, o el ruido regular de una cascada,
o el estruendo de un desmoronamiento de piedras en una pendiente, o la carrera invisible de animales saltando, o aún el aullido de las fieras salvajes y el eco retumbante en las gargantas de las montañas.
El resto del mundo disfrutaba de una brillante luz sin que nada le impidiera realizar sus trabajos;
sobre ellos en cambio pesaba una abrumadora noche, imagen de las tinieblas que les tocarÃan en suerte un dÃa: ¿no eran en sà mismos más pesados que las tinieblas?