El castigo que se dejó caer por un momento, tenÃa valor de advertencia: esta señal de salvación les recordarÃa los mandamientos de tu Ley.
En efecto, cualquiera que se volvÃa al objeto de bronce se salvaba, no por lo que tenÃa a su vista, sino por ti, el Salvador de todos.
Y allà una vez más mostraste a nuestros enemigos que eres tú el que envÃa cualquier castigo.
Eran mordeduras de langostas y de moscas que les provocaban la muerte, sin que se encontrara remedio para mantenerlos con vida: esa era la prueba de que tenÃan ese castigo totalmente merecido.
Tus hijos, en cambio, resistÃan aun a las dentelladas de las serpientes venenosas, y esto porque dabas una muestra de misericordia y los salvabas.
Eran mordidos para recordarles tus oráculos, para que asà no te olvidaran completamente ni se volvieran insensibles a tus favores; y muy pronto fueron curados.
Su curación no se debió a hierbas o a pomadas sino a tu palabra, Señor, porque tú lo sanas todo.
SÃ, tú tienes poder sobre la vida y la muerte; tú haces que bajen los hombres a la morada subterránea o tú los preservas de ella.
El hombre, en su maldad, es capaz de quitar la vida, pero no puede hacer que vuelva el aliento cuando se ha escapado, ni puede llamar de nuevo al alma que ha partido.
¡Es imposible escapar a tu mano!
Los impÃos que se negaron a reconocerte fueron azotados por tu brazo poderoso, perseguidos por lluvias extraordinarias, por el graniza, y tormentas inclementes; el fuego los devoró.
Extraño fenómeno: fue justamente en el agua que lo apaga todo donde el fuego ardÃa más violentamente, porque todos los elementos se juntaron para proteger a los justos.
Unas veces las llamas besaban para no quemarlos a los animales que habÃan sido enviados contra los impÃos: asà comprenderÃan que Dios querÃa castigarlos;
otras, en cambio, la llama surgÃa con más fuerza bajo el aguacero para destruir las cosechas de un paÃs perverso.
A tu pueblo, sin embargo, le distribuÃas el alimento de los ángeles; le enviabas desde el cielo incansablemente un pan ya listo, que tenÃa en sà todos los sabores y se adaptaba al gusto de cada cual.
Ese alimento demostraba tu ternura por tus hijos, ya que respondÃa a los deseos del que lo comÃa y se transformaba en lo que querÃa cada uno.
Se parecÃa a la nieve, pero soportaba el fuego sin derretirse; mientras que por ese tiempo las cosechas de los enemigos eran presa de las llamas que ardÃan en medio del granizo: los relámpagos brillaban bajo la lluvia.
Pero el fuego parecÃa haber perdido sus propiedades cuando se trataba del alimento de los justos.
Tu creación está a tu servicio porque tú eres su autor. Se dedica a castigar a los malos, y luego se ablanda en favor de los que en ti ponen su confianza.
Para servir a tu bondad, que da a todos el alimento, se transformó, acomodándose al deseo de los que la necesitaban.
Asà aprendieron tus hijos muy queridos, Señor, que no son los productos de la tierra lo que alimenta al hombre, sino que es tu palabra lo que sostiene a los que creen en ti.
Ese alimento que el fuego no podÃa destruir se derretÃa con el calor del primer rayo de sol,
para que asà supieran que hay que adelantarse al sol para darte gracias y rezarte desde el amanecer.
Pues los proyectos de los ingratos se derretirán como la escarcha invernal y se escurrirán como agua que se pierde.