Por eso nuestros perseguidores fueron justamente castigados por animales de ese género y atormentados por una multitud de insectos.
En cambio a tu pueblo, en vez de castigarlo, lo colmaste de favores: le enviaste un alimento maravilloso - ¡codornices! para saciar su hambre voraz.
Cuando nuestros enemigos tenían hambre, sintieron asco ante el aspecto horroroso de los animales que les enviaste; tu pueblo, en cambio, después de una breve privación, disfrutó de un alimento exquisito.
Era necesario que se castigara a los opresores con un hambre implacable, y que tu pueblo, en cambio, viera de qué manera eran torturados sus enemigos.
Incluso cuando fieras feroces se apoderaron furiosamente de los tuyos y cuando éstos sucumbieron por la mordedura de serpientes venenosas, tu cólera no duró hasta el final.
El castigo que se dejó caer por un momento, tenía valor de advertencia: esta señal de salvación les recordaría los mandamientos de tu Ley.
En efecto, cualquiera que se volvía al objeto de bronce se salvaba, no por lo que tenía a su vista, sino por ti, el Salvador de todos.
Y allí una vez más mostraste a nuestros enemigos que eres tú el que envía cualquier castigo.
Eran mordeduras de langostas y de moscas que les provocaban la muerte, sin que se encontrara remedio para mantenerlos con vida: esa era la prueba de que tenían ese castigo totalmente merecido.
Tus hijos, en cambio, resistían aun a las dentelladas de las serpientes venenosas, y esto porque dabas una muestra de misericordia y los salvabas.
Eran mordidos para recordarles tus oráculos, para que así no te olvidaran completamente ni se volvieran insensibles a tus favores; y muy pronto fueron curados.
Su curación no se debió a hierbas o a pomadas sino a tu palabra, Señor, porque tú lo sanas todo.
Sí, tú tienes poder sobre la vida y la muerte; tú haces que bajen los hombres a la morada subterránea o tú los preservas de ella.
El hombre, en su maldad, es capaz de quitar la vida, pero no puede hacer que vuelva el aliento cuando se ha escapado, ni puede llamar de nuevo al alma que ha partido.
¡Es imposible escapar a tu mano!
Los impíos que se negaron a reconocerte fueron azotados por tu brazo poderoso, perseguidos por lluvias extraordinarias, por el graniza, y tormentas inclementes; el fuego los devoró.
Extraño fenómeno: fue justamente en el agua que lo apaga todo donde el fuego ardía más violentamente, porque todos los elementos se juntaron para proteger a los justos.
Unas veces las llamas besaban para no quemarlos a los animales que habían sido enviados contra los impíos: así comprenderían que Dios quería castigarlos;
otras, en cambio, la llama surgía con más fuerza bajo el aguacero para destruir las cosechas de un país perverso.
A tu pueblo, sin embargo, le distribuías el alimento de los ángeles; le enviabas desde el cielo incansablemente un pan ya listo, que tenía en sí todos los sabores y se adaptaba al gusto de cada cual.
Ese alimento demostraba tu ternura por tus hijos, ya que respondía a los deseos del que lo comía y se transformaba en lo que quería cada uno.
Se parecía a la nieve, pero soportaba el fuego sin derretirse; mientras que por ese tiempo las cosechas de los enemigos eran presa de las llamas que ardían en medio del granizo: los relámpagos brillaban bajo la lluvia.
Pero el fuego parecía haber perdido sus propiedades cuando se trataba del alimento de los justos.
Tu creación está a tu servicio porque tú eres su autor. Se dedica a castigar a los malos, y luego se ablanda en favor de los que en ti ponen su confianza.
Para servir a tu bondad, que da a todos el alimento, se transformó, acomodándose al deseo de los que la necesitaban.
Así aprendieron tus hijos muy queridos, Señor, que no son los productos de la tierra lo que alimenta al hombre, sino que es tu palabra lo que sostiene a los que creen en ti.
Ese alimento que el fuego no podía destruir se derretía con el calor del primer rayo de sol,
para que así supieran que hay que adelantarse al sol para darte gracias y rezarte desde el amanecer.
Pues los proyectos de los ingratos se derretirán como la escarcha invernal y se escurrirán como agua que se pierde.