Behold, what manner of love the Father hath bestowed upon us, that we should be called the sons of God: therefore the world knoweth us not, because it knew him not.
Mientras la Ciudad Santa gozaba de una paz completa y las leyes eran observadas lo mejor posible, gracias a la piedad del sumo sacerdote Onías y su repudio a toda maldad,
hasta los reyes honraban el Lugar Santo y lo enriquecían con magníficos regalos;
así, por ejemplo, Seleuco, rey de Asia, pagaba de su dinero los gastos de los sacrificios.
Pero un tal Simón, sacerdote de la tribu de Bilgá, administrador del Templo, se enemistó con el Sumo Sacerdote porque decía que a él le correspondía la fiscalización de los mercados de la ciudad.
No pudiendo vencer a Onías, se fue a Apolonio de Tarso, gobernador de Celesiria y Fenicia,
y le comunicó que el tesoro de Jerusalén estaba repleto de riquezas incontables, que había allí una cantidad inmensa de dinero, que nada tenía que ver con los gastos que demandaban los sacrificios, y era fácil que todo eso llegara a manos del rey.
Apolonio se entrevistó con el rey y lo informó de las citadas riquezas; éste mandó a Heliodoro, encargado de sus negocios, con una carta que lo autorizaba para trasladar aquellos tesoros.
Heliodoro se puso pronto en camino, simulando que iba a visitar la Celesiria y la Fenicia, pero con el propósito de ejecutar las órdenes del rey.
Llegado a Jerusalén, fue recibido amigablemente por la ciudad y el Sumo Sacerdote, al que informó de la denuncia que habían hecho. Hizo saber el motivo de su visita, preguntando si las cosas eran realmente así.
El Sumo Sacerdote explicó que se trataba de unos depósitos pertenecientes a huérfanos y viudas.
Una parte pertenecía a Hircano, hijo de Tobías, personaje de muy alta posición, al que también alcanzaban estas calumnias. De todas maneras, el tesoro era de cuatrocientos talentos de plata y doscientos de oro.
En fin, Onías mostró que era del todo imposible defraudar a los que habían puesto su confianza en la santidad del Lugar y en la majestad inviolable de aquel Templo venerado en todo el mundo.
Pero Heliodoro, siguiendo las órdenes reales, sostenía que todos aquellos tesoros debían pasar a manos del rey.
En el día señalado para proceder a hacer el inventario, reinaba en toda la ciudad una gran conmoción.
Los sacerdotes estaban ante el altar con sus vestiduras sagradas y suplicaban al Cielo: el que había dado la ley sobre los bienes en depósito, debía conservarlos para quienes los habían depositado.
No se podía mirar el rostro del Sumo Sacerdote sin quedar impresionado, pues su aspecto y su palidez demostraban la angustia de su alma.
Le invadía una especie de temor que le hacía temblar de pies a cabeza, mostrando a quienes lo observaban el dolor de su corazón.
De las casas salía la gente en tropel con gran confusión para suplicar todos juntos por el Lugar Santo, que iba a ser profanado.
Las mujeres, ceñidas de saco desde los pechos, llenaban la calle. Las más jóvenes, que no debían todavía salir a la calle, unas corrían hacia las puertas, otras subían a los muros y otras se asomaban por las ventanas.
Todas, levantando las manos al cielo, tomaban parte en la súplica.
Uno se sentía conmovido al ver aquella muchedumbre postrada desordenadamente en tierra y al Sumo Sacerdote muy angustiado.
Mientras ellos suplicaban al Señor Todopoderoso para que guardara intactos y seguros los depósitos del Templo para aquellos que los habían entregado,
Heliodoro comenzó a ejecutar lo que había decidido. Estaba ya con su guardia junto al Tesoro,
cuando el Señor de los Espíritus y de todo poder hizo que se produjera una gran manifestación, y todos los que con Heliodoro se habían atrevido a acercarse, pasmados ante el poder de Dios, quedaron sin fuerza ni coraje.
Se les apareció un caballo con una riquísima montura y, sobre él, un terrible jinete; lanzándose con ímpetu levantó contra Heliodoro sus patas delanteras. El jinete parecía tener armadura de oro.
Aparecieron también dos jóvenes robustos y muy hermosos, magníficamente vestidos, que, poniéndose a ambos lados de Heliodoro, lo azotaban sin cesar, moliéndolo a golpes.
Heliodoro cayó en tierra envuelto en una gran oscuridad; entonces lo tomaron y lo llevaron en una camilla.
Así fue sacado, incapaz de poderse valer por sí mismo, aquel que poco antes había entrado orgulloso con gran séquito y escolta en el tesoro. Todos reconocieron claramente el poder de Dios
A consecuencia de la intervención divina se quedó mudo y no tenía esperanza de salvar su vida.
Los judíos, mientras tanto, bendecían al Señor, que había llenado de gloria su Lugar Santo. El Templo, poco antes inundado de temor y miedo, se llenó de gozo y alegría por la extraordinaria manifestación de Dios.
Luego, algunos de los familiares de Heliodoro pidieron a Onías que invocara al Altísimo para que El concediera la gracia de vivir al que estaba como muerto.
El Sumo Sacerdote, por su parte, temía que el rey sospechara alguna maquinación de los judíos contra Heliodoro, y ofreció un sacrificio por su salud.
Mientras el Sumo Sacerdote ofrecía el sacrificio de expiación, se aparecieron otra vez a Heliodoro los mismos jóvenes, vestidos de la misma manera, y poniéndose ante él le dijeron: «Da gracias al Sumo Sacerdote Onías, pues por él te concede el Señor la gracia de vivir;
y tú, que has sido azotado por orden del Cielo, haz saber a todos la grandeza del poder de Dios.» Dicho esto, desaparecieron.
Heliodoro, después de ofrecer al Señor un sacrificio y de orar largamente a Aquel que le había perdonado la vida, se despidió de Onías y volvió con sus guardias donde el rey.
Allí empezó a dar testimonio de las obras del Dios Altísimo, que había visto con sus propios ojos.
El rey preguntó a Heliodoro a quién podría mandar de nuevo a Jerusalén para realizar lo que él no había hecho.
Heliodoro le respondió: «Si tienes algún enemigo a quien quieras eliminar, envíalo allá y lo verás regresar maltrecho, si es que puede regresar, pues seguramente hay un poder divino en ese lugar.
El mismo que habita en el cielo lo vigila y lo guarda, hiriendo de muerte a quienes penetran en él para profanarlo.»
Esto es lo que ocurrió a Heliodoro y así fue como se salvó el tesoro.