El año ciento cincuenta y uno, Demetrio, hijo de Seleuco, huyó de Roma. Embarcó con algunos hombres en dirección a un puerto del reino donde llegó y se proclamó rey.
Apenas entró en el reino de sus padres, el ejército tomó presos a Antíoco y a Lisias para entregárselos.
Al saberlo, Demetrio dijo: «No quiero ver sus rostros.»
El ejército, pues, los ejecutó, y Demetrio se sentó en el trono.
De pronto acudieron a él todos los israelitas sin ley ni religión, encabezados por Alcimo, hombre que pretendía el puesto de jefe de los sacerdotes.
Y, ante el rey, acusaron a su propio pueblo, diciendo: «Judas y sus hermanos han exterminado a todos tus amigos y nos han expulsado de nuestro país.
Envía, pues, a una persona de tu confianza para que vea los estragos que nos han causado a nosotros y a las provincias del rey. Que los castiguen a ellos y a todos los que los apoyan.»
El rey eligió a Báquides, uno de sus amigos y destacado hombre del reino, comandante de la región occidental del Eufrates.
Lo mandó con Alcimo, al que hizo jefe de los sacerdotes, pidiéndoles que castigaran a los israelitas.
Partieron con un numeroso ejército. Al llegar a Judea, enviaron a Judas y a sus hermanos falsas proposiciones de paz.
Los judíos, al saber que venían con un poderoso ejército, no confiaron en sus discursos,
pero una comisión de maestros de la Ley se reunió con Alcimo y Báquides para buscar una solución satisfactoria.
Estos hombres eran del grupo de los Asideos, que, en Israel, eran los primeros en solicitar la paz.
Y decían: «Un hombre de la descendencia de Aarón ha venido con el ejército; sin duda, se portará lealmente con nosotros.»
Báquides les habló amistosamente y les aseguró bajo juramento: «No causaremos ningún mal a ustedes y sus amigos.»
Ellos le creyeron; él, sin embargo, hizo arrestar a setenta de ellos, a los que ejecutó en un solo día, según la palabra de la Escritura:
«En torno a Jerusalén han esparcido los cadáveres de tus santos; derramaron su sangre y no hubo quien los sepultara.»
Entonces, todos en el pueblo se aterrorizaron. Decían: «Estos hombres no son buenos ni sinceros, pues han violado el pacto que hicieron con juramento.»
Báquides partió de Jerusalén y acampó en Bezeta. Desde allí, mandó a arrestar a varios notables que se habían pasado a él igual que algunos del pueblo, los hizo degollar y los arrojó a un pozo profundo.
Luego puso la provincia en manos de Alcimo, le dejó un ejército para ayudarlo y volvió donde el rey.
Alcimo luchó por que lo reconocieran como jefe de los sacerdotes
y lo ayudaron todos los que perturbaban al pueblo. Eran los dueños del país de Judea y perjudicaron mucho a los israelitas.
Judas vio que Alcimo y los suyos eran peores todavía que los paganos para Israel.
Entonces organizó expediciones por todo el territorio de Judea para hacer justicia de esos traidores e impedirles andar por el país.
Alcimo comprendió que Judas y los suyos lo superaban en fuerzas y que no podía oponerse a ellos, por lo que volvió donde el rey y los acusó de graves delitos.
El rey, entonces, envió a Nicanor, uno de sus más ilustres generales y enemigo declarado de Israel, dándole la misión de exterminar al pueblo.
Nicanor llegó a Jerusalén con un ejército numeroso y envió a Judas y a sus hermanos falsos mensajes de amistad, diciéndoles:
«No empecemos otra vez a ser enemigos; yo iré con poca gente, para entrevistarme con ustedes amistosamente.»
Vino en efecto a Judas y se saludaron cariñosamente, pero los enemigos estaban dispuestos a prenderlo.
Judas supo que venían a él con engaño; se cuidó, pues, y se apartó de ellos, y ya no quiso verlos más.
Nicanor, al ver que sus planes habían sido descubiertos, salió en busca de Judas, pero para combatirlo, y lo encontró cerca de Cafarsalama.
De los de Nicanor cayeron cerca de quinientos hombres y el resto huyó hacia la ciudad de David.
Después de estos acontecimientos, subió Nicanor al monte Sión y algunos sacerdotes salieron del Templo para saludarlo amistosamente y mostrarle el sacrificio que ofrecían por el rey.
Pero él se burló de ellos, los despreció, los insultó y les habló con arrogancia.
Estando muy enojado, pronunció este juramento: «Puesto que ustedes no quieren entregar en mis manos a Judas y sus hombres, en cuanto los haya derrotado, volveré a quemar este Templo.» Y se marchó furioso.
Los sacerdotes entraron al Templo, se detuvieron delante del altar y del Santuario y, llorando,
dijeron: «Tú, Señor, elegiste esta Casa para que en ella fuera invocado tu nombre, para que fuera casa de oración y súplica para tu pueblo.
Toma desquite de este hombre y de su ejército; mueran al filo de la espada. Acuérdate de sus insultos y no demores en castigarlos.»
Nicanor salió de Jerusalén y acampó en Betsur, donde se le unieron las tropas de Siria.
Por su parte, Judas acampó en Adasa con tres mil hombres y rezó así:
«Señor, cuando los mensajeros del rey de Asiria te insultaron, vino tu ángel y mató a ciento ochenta mil de ellos.
Aplasta hoy este ejército ante nosotros, para que los demás reconozcan que ese Nicanor ha blasfemado contra tu Templo. Júzgalo tú según su maldad.»
Los dos ejércitos entablaron el combate el trece del mes de Adar. El de Nicanor fue derrotado y él mismo fue uno de los primeros en caer en el combate.
Cuando su ejército vio que había muerto, arrojaron las armas y huyeron.
Los judíos los siguieron durante un día de camino desde Adasa hasta la entrada de Gazer, tocando detrás de ellos las trompetas;
la gente salía de todas las aldeas de Judea y rodeaban a los fugitivos obligándolos a volverse para defender su vida.
Así cayeron todos al filo de la espada sin quedar ni uno solo. Se apoderaron de los despojos del botín, cortaron la cabeza de Nicanor y la mano derecha que había levantado con soberbia, y las colgaron a la entrada de Jerusalén a la vista de todos.
El pueblo se alegró mucho y celebraron aquel día con gran regocijo.
Luego acordaron celebrar esta victoria cada año, el mismo día trece del mes de Adar.