Sus hermanos y todos los que habían seguido a su padre le ofrecieron su apoyo y continuaron con entusiasmo la guerra.
Judas hizo más famoso el nombre de su pueblo. Vistiendo su coraza cual un gigante, combatió en muchas batallas protegiendo su campamento con su espada.
Cuando atacaba se parecía al león, al cachorro que ruge ante su presa.
Persiguió a los malvados en sus rincones y entregó al fuego a los que perturbaban a su pueblo.
Todos los renegados lo temían, y la liberación fue obra suya.
Fue el terror de muchos reyes, mientras que el pueblo de Jacob se alegraba por sus hazañas.
Su memoria será eternamente bendecida. Recorrió las ciudades de Judá exterminando a los impíos. Libró a Israel de sus opresores
y reunió a los que estaban por desaparecer. Por eso llegó su fama hasta los extremos del mundo.
Apolonio reunió gente de los paganos y buen número de samaritanos para combatir a Israel.
En cuanto lo supo Judas, le salió al encuentro, lo derrotó y le dio muerte; muchos de ellos cayeron y los demás huyeron.
Recogido el botín, Judas se quedó con la espada de Apolonio y, desde entonces, la usó siempre en los combates.
Serón, jefe del ejército de Siria, supo que Judas había reunido mucha gente y que toda la comunidad creyente estaba a su lado.
Pensó: «Esta es la oportunidad para hacerme famoso y ser un hombre importante en el reino. Iré a pelear con Judas y los suyos, que no obedecen las órdenes del rey.»
Así lo hizo, y con él subió un poderoso ejército de impíos que querían ayudarlo a tomar desquite de los hijos de Israel.
Cuando se acercó a la subida de Betorón, Judas le salió al encuentro con una pequeña tropa de combatientes.
Estos, al ver el ejército contrario, dijeron a Judas: «¿Cómo podremos nosotros, tan pocos, luchar contra tantos enemigos? Además nos faltan fuerzas, pues nada comimos hoy.»
Pero Judas declaró: «Fácilmente cae una muchedumbre en manos de pocos hombres, que para el Cielo no hay diferencia entre vencer con ayuda de muchos o de pocos.
La victoria no depende de la cantidad de los que combaten, sino que viene del Cielo que nos da la fuerza.
Estos llegan contra nosotros inspirados por su orgullo y su impiedad, con el fin de apoderarse de nosotros, de nuestras esposas e hijos y quitarnos todo.
En cambio nosotros luchamos por nuestras vidas y nuestras leyes.
El es el que los aplastará ante nosotros. No los teman.»
Apenas terminó de hablar, asaltó de repente a los enemigos. Serón y su ejército fueron derrotados.
Los persiguieron en la bajada de Betorón hasta la llanura, cayendo cerca de ochocientos hombres. Los demás huyeron hacia el país de los filisteos.
Con esto, el espanto y el miedo a Judas y a sus hermanos se apoderó de los paganos que vivían en los alrededores.
La fama de su nombre llegó al rey, y los pueblos paganos contaban sus batallas.
Al saber estas noticias, el rey Antíoco se enojó sobremanera y mandó reunir todas las fuerzas del reino, pues tenía un ejército poderoso.
Abrió sus tesoros y pagó a la tropa el sueldo de un año, ordenando que estuvieran preparados para cualquier acontecimiento.
Pero se dio cuenta que el dinero faltaba en sus tesoros y que los impuestos de la provincia habían bajado debido a las divisiones y miserias que él mismo había causado en el país, al cambiar las leyes vigentes desde los primeros tiempos.
Temió no tener, como otras veces le había sucedido, para los gastos y regalos que antes repartía generosamente, superando a los reyes anteriores.
Se encontró muy apurado y decidió ir a Persia a cobrar los tributos de aquellas provincias y reunir mucho dinero.
Dejó, pues, a Lisias, hombre noble y de familia real, encargado de los asuntos del gobierno desde el río Eufrates hasta la frontera de Egipto,
así como de la educación de su hijo Antíoco, hasta su vuelta.
Le entregó la mitad de sus tropas con los elefantes, y le dio órdenes referentes a cuanto había resuelto. En lo que tocaba a los habitantes de Judea y Jerusalén,
debía mandar un ejército que destruyera y aplastara a los defensores de Israel, y todo lo que quedaba en Jerusalén hasta borrar su recuerdo.
Luego instalaría extranjeros en todo el territorio judío, repartiendo la tierra entre ellos.
El rey, tomando la otra mitad del ejército, partió de Antioquía, capital del reino, el año ciento cuarenta y siete. Atravesó el río Eufrates y continuó su marcha a través de las provincias superiores.
Lisias escogió entre los Amigos del Rey a Tolomeo, hijo de Dorimeno, a Nicanor y Gorgias, personajes influyentes.
Con ellos mandó cuarenta mil soldados de a pie y siete mil de caballería para que fueran a la provincia de Judea y la saquearan, conforme a lo ordenado por el rey.
Avanzaron con todas sus tropas y acamparon en la llanura cerca de Emaús.
Los mercaderes del país, al conocer su llegada, se presentaron en el campamento con mucha plata, oro y cadenas para comprar como esclavos a los israelitas. Se les unió también el ejército de Siria y de la provincia de los filisteos.
Judas y sus hermanos vieron que se agravaba la situación y que las tropas acampaban en su territorio. Cuando supieron la orden dada por el rey de destruir y aplastar al pueblo,
se dijeron: «Levantemos a nuestro pueblo de su situación miserable y luchemos por él y por el Lugar Santo.»
Toda la comunidad del pueblo se reunió para prepararse a la guerra, hacer oración y pedir piedad y misericordia.
Jerusalén estaba sin habitantes, como un desierto. No había ninguno de sus hijos que entrara o saliera. El templo estaba profanado, y extranjeros vivían en la ciudad, que era entonces residencia de paganos. La alegría ya no existía en Jacob, ni la flauta ni la cítara se escuchaban.
Se juntaron y se fueron a Mispá, frente a Jerusalén, porque Mispá había sido en otro tiempo lugar de oración para Israel.
Ayunaron aquel día, se vistieron de sacos, se esparcieron ceniza sobre la cabeza y rasgaron sus vestidos.
Abrieron el Libro de la Ley para encontrar en él una respuesta a sus preguntas, lo mismo que los paganos consultaban a las imágenes de sus ídolos.
Trajeron los vestidos de los sacerdotes, las primicias y los diezmos e hicieron venir a los nazireos que habían cumplido los días de su consagración;
clamaron al Cielo diciendo: «¿Qué vamos a hacer con éstos y a dónde vamos a llevarlos?
Ya que tu santuario ha sido pisoteado y profanado, tus sacerdotes están en duelo y humillados.
Y ahora los paganos se han reunido contra nosotros para destruirnos. Tú sabes lo que maquinan contra nosotros.
¿Cómo podremos resistirles, si no acudes en nuestra ayuda?»
Y tocaron las trompetas y clamaron a grandes voces.
Después de esto, Judas nombró oficiales que mandaran a su gente: jefes de mil hombres, jefes de cien, de cincuenta y de diez hombres.
Luego dijo a los que estaban edificando casas, o que iban a casarse, o que plantaban viñas, y a los miedosos, que se volvieran a sus casas, como permitía la Ley.
Luego el ejército se puso en marcha y acampó al sur de Emaús. Judas les dijo:
«Preparen sus armas y pórtense como valientes y estén listos para pelear mañana contra esos extranjeros que se han unido contra nosotros para aplastarnos y echar por tierra nuestro Lugar Santo.
Es mejor morir en la lucha que vivir para mirar las desgracias de nuestra nación y del Lugar Santo. En todo hágase la voluntad del Cielo.»