Atiende, pueblo mío, a mi enseñanza, toma en serio estas palabras de mi boca.
En parábolas voy a abrir mi boca, evocaré los enigmas del pasado.
Las cosas que escuchamos y sabemos, que nos fueron contando nuestros padres,
no deben ignorarlas nuestros hijos. A la futura generación le contaremos la fama del Señor y su poder, las maravillas que él ha realizado.
En Jacob arraigó sus declaraciones, a Israel le dio una Ley. Luego ordenó a nuestros padres que se las enseñaran a sus hijos,
para que las conozcan sus sucesores, los hijos que nacerán después. Que éstos se encarguen de instruir a sus hijos
para que éstos confíen sólo en Dios, no olviden las hazañas de su Dios y observen sus mandatos.
Para que no sean, a ejemplo de sus padres, una generación rebelde y obstinada, incapaz de mantener su decisión y cuyo espíritu no era fiel a Dios.
Los hijos de Efraín, diestros arqueros, volvieron las espaldas el día del combate.
Es que no respetaban la alianza de Dios, se habían negado a seguir su Ley.
Habían olvidado sus hazañas los prodigios que había hecho ante sus ojos.
¡Qué milagros no hizo ante sus padres, en la tierra de Egipto, en los campos de Tanis!
Hendió el mar y los hizo pasar deteniendo las aguas como un dique.
De día los guió con una nube y cada noche con una luz de fuego.
Partió en medio las rocas del desierto y les dio de beber agua a torrentes.
Hizo brotar arroyos de la piedra y las aguas corrieron como ríos.
Mas de nuevo pecaron contra él desafiaron al Altísimo en el desierto.
Tentaron a Dios en sus corazones, pidiendo de comer para sobrevivir;
insultaron a Dios, diciendo: "¿Será Dios capaz de prepararnos la mesa en el desierto?
Es cierto que, cuando él golpeó la roca, corrió el agua y los torrentes desbordaron, pero, ¿será capaz de darnos pan, o de proporcionar carne a su pueblo?"
Al oírlo el Señor se encolerizó, un fuego se encendió contra Jacob y la cólera subió contra Israel,
porque no habían creído en Dios ni habían confiado en que los salvaría.
Dio orden a las nubes en lo alto, abrió las compuertas de los cielos,
les envió como lluvia maná para comida, les dio trigo del cielo.
Y el hombre comió el pan de los Fuertes, y El les envió de sobra provisiones.
Hizo soplar en los cielos viento del este, y trajo con su poder el viento sur.
Hizo llover sobre ellos la carne como polvo, aves innumerables como arena del mar.
Hizo que cayeran dentro del campamento, en todo el derredor de sus carpas.
Comieron hasta ya no poder más, él les sirvió de cuanto deseaban.
Pero aún sus ansias no calmaban y todavía en su boca tenían su comida,
cuando estalló contra ellos la cólera de Dios: dio muerte a los más fuertes de los suyos, derribó a la flor y nata de Israel.
A pesar de esto, pecaron nuevamente, no creían aún en sus maravillas.
De un soplo, entonces, apagó sus días, trágicamente se acabaron sus años.
Cuando él los masacraba, lo buscaban, se volvían y le hacían la corte;
se acordaban que Dios era su Roca y el Dios altísimo, su redentor.
Pero todo se quedaba en palabras, y con su lengua sólo le mentían;
pues su corazón no se dio a fondo, ni tampoco tenían fe en su alianza.
El, empero, siempre bueno y compasivo, perdonaba su culpa en vez de destruirlos, ¡cuántas veces no refrenó su cólera en vez de desatar toda su ira!
"Son seres de carne, se decía, soplo que se va y no volverá".
¡Cuántas veces lo desafiaron en el desierto y lo enervaron en esa soledad!
Nuevamente tentaron a su Dios y enojaron al Santo de Israel.
No se acordaron más de su poder, del día en que los libró del adversario,
cuando hizo milagros en Egipto, prodigios en los campos de Tanis,
convirtió en sangre sus ríos, para que no bebieran de sus arroyos.
Luego vinieron mosquitos que se los comían y ranas que les hicieron gran perjuicio.
Entregó sus cosechas al pulgón y el fruto de su trabajo a las langostas.
Echó a perder sus viñas con granizo y sus sicomoros con la helada.
Dejó sus rebaños a merced del granizo y el rayo tumbó sus ganados.
Lanzó sobre ellos el ardor de su cólera, ira, furor, angustia: ¡un buen envío de ángeles de desdichas!
Le dio rienda suelta a su cólera, no preservó sus vidas de la muerte y entregó sus personas a la peste.
Mató a los primogénito de Egipto, a todo hijo mayor en las carpas de Cam.
Luego sacó a su pueblo como ovejas, los guió, como rebaño, en el desierto;
los condujo seguros, sin temor, mientras que el mar cubría a sus enemigos.
Los introdujo en su santo territorio, la montaña que su diestra conquistó.
Expulsó en su presencia a las naciones, les asignó a cordel una heredad y en carpas ajenas instaló a las tribus de Israel.
Mas tentaron a Dios, el Altísimo, se rebelaron contra él, no hicieron caso de sus advertencias.
Se corrían y traicionaban como sus padres, le fallaban como arco que no apunta.
Lo irritaron con sus sitios de culto y con sus ídolos lo pusieron celoso.
Dios los oía, y se indignó, y rechazó totalmente a Israel;
abandonó su morada de Silo, que era su tienda, plantada entre los hombres.
Permitió que se llevaran cautivo a su poder y en manos enemigas cayera su gloria.
Tanto era su enojo con los suyos que entregó su pueblo a la espada;
el fuego devoró a su juventud y sus niñas solteras se quedaron;
sus sacerdotes cayeron por la espada y sus viudas no se lamentaron.
Pero se despertó el Señor como de un sueño, como un hombre que ha dormido la mona,
hirió a sus enemigos por la espalda, los dejó humillados para siempre.
Descartó luego a la tienda de José y no eligió a la tribu de Efraín,
mas escogió a la tribu de Judá, a ese monte Sión al que amaba.
Construyó su santuario como las alturas, como la tierra, firme para siempre.
Eligió a David, su servidor, lo sacó del redil de los corderos,
lo llamó cuando cuidaba a las ovejas para pastorear a Jacob, su pueblo.
Fue su pastor con un corazón perfecto y con mano prudente los condujo.