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Job tomó la palabra y dijo:
«En verdad, yo sé muy bien que es así. ¿Cómo puede un hombre justificarse ante Dios?
Si quisiere discutir con él, no podría responderle ni una entre mil veces.
Su corazón es sabio y su fuerza es enorme. ¿Quién puede resistirle inpunemente?
El traslada los montes sin que se den cuenta y los sacude en su furor.
El remueve la tierra de su sitio y sus columnas se bambolea.
Si él no quiere, no aparece el sol, y si él las tapa, no lucen las estrellas.
El solo desplegó la bóveda de las estrellas y camina por encima de los mares.
El ha dispuesto la Osa y Orión, las Pléyades y las Cámaras del sur,
hace cosas tan grandes que son insondables, y maravillas que no pueden contarse.
Si pasa junto a mí, yo no lo veo, si me pasa a rozar, no me doy cuenta.
Si se apodera de una presa, ¿quién se lo impedirá? ¿Quién podrá decirle: qué es lo que haces?
Dios no vuelve atrás cuando se enoja; bajo él quedan postrados los monstruos de antaño
¡Quieren que yo vvaya a replicarle y me ponga a discutir con él,
o que le suplique a mi juez que no me responde aun cuando tengo la razón?
Podría apelar a él, aguardando una respuesta, pero, ¿cómo creer que me atenderá?
El, que me aplasta sólo por un pelo y que multiplica sin razón mis heridas,
que no me deja ni respirar con tantas amarguras que me hace tragar.
¿Recurriré a la fuerza? El es más forzudo, y si le meto pleito, ¿quién le hará la citación?
Si me doy la razón, mi boca puede condenarme, y si me encuentro inocente, ella me declarará culpable.
Pero, ¿realmente soy bueno? ¡Ni yo mismo lo sé! ¡La vida no tiene sentido!
Pues todo es igual, y puedo decir: Le quita la vida tanto al bueno como al malo.
Si una calamidad trae repentinamente la muerte, se ríe de la desesperación de los inocentes.
En una nación dominada por un tirano, él venda los ojos de los jueces, pues si no es él, ¿quién será entonces?
Mis días han sido más rápidos que un correo, se me fueron sin conocer la felicidad,
se han deslizado lo mismo que canoas de junco, como el águila que se lanza sobre la presa.
A pesar de que digo: «Voy a olvidar mis quejas, cambiaré de semblante y me pondré alegre»,
mis pruebas me dejan angustiado porque entiendo que tú me condenas.
Y si debo ser culpable, ¿para qué cansarme en vano?
Aunque me lave con nieve y limpie mis manos con jabón,
tú me hundirías en las inmundicias, y mis propias ropas tendrían horror de mí.
El no es un hombre como yo, para decirle: Comparezcamos juntos en juicio.
Entre nosotros se necesitaría un árbitro que tomara por la espalda uno y otro
y apartaría su vara que me pega y el espanto en que me sumen sus terrores.
Puesto que es así, yo hablaré a solas conmigo sin tenerle miedo.
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