Apenas supo Mardoqueo lo que estaba pasando, rasgó su traje, se puso un saco y se echó ceniza en la cabeza. Luego salió a recorrer la ciudad, lanzando gritos desgarradores.
Se detuvo frente al palacio real, donde se quedó, pues no podÃa entrar tal como andaba vestido.
De igual manera, apenas se conoció en las provincias el edicto real, todo era entre los judÃos duelo, ayuno, lágrimas y lamentos. Muchos dormÃan vestidos de saco y en medio de la ceniza.
Sus damas de compañÃa y sus sirvientes le contaron a Ester lo que estaba haciendo Mardoqueo. Ella se angustió mucho y le mandó a su tÃo ropas para que se las pusiera en vez del saco.
Fue, pues, Hatac a hablar con Mardoqueo, que estaba en la plaza de la ciudad frente al palacio real.
Mardoqueo lo puso al tanto de lo que ocurrÃa y le habló, en especial, de la cantidad de dinero que Amán habÃa ofrecido al tesoro real para compensar lo que se iba a perder con los judÃos.
Volvió Hatac donde Ester y le contó lo que le habÃa dicho Mardoqueo.
En respuesta, la reina envió esta nota a Mardoqueo:
«Todos los funcionarios del rey y el pueblo en general saben que cualquiera, sea hombre o mujer, que entre sin haber sido llamado a los aposentos privados del rey, está por ley condenado a muerte, a no ser que el rey le tienda su bastón de oro perdonándole la vida. Hace ya treinta dÃas que el rey no me invita a visitarlo.»
Al leer Mardoqueo la respuesta de Ester, le contestó:
«No creas que por el hecho de que estás en el palacio, serás la única judÃa que se podrá salvar.