El texto de la carta enviada por Mardoqueo a nombre del rey, decía: «El gran rey Asuero a los gobernantes de las ciento veintisiete provincias que se extienden desde la India a Etiopía y a todos sus leales súbditos, salud:
Hay personas que, mientras más honores reciben de la gran bondad de sus bienhechores, más ambicionan todavía.
No les basta para ello con tratar de oprimir a nuestros súbditos, sino que, incapaces de contener sus ansias de poder, traman atentados contra sus propios bienhechores.
Y no sólo destierran de entre los hombres la gratitud, sino que, embriagados por los aplausos de los malvados, piensan que van a escapar a la justicia de Dios, que todo lo ve y odia la maldad.
Muy a menudo, aquellos que ejercen el poder se han hecho cómplices del asesinato de inocentes y se han visto arrastrados a desgracias irreparables por haber confiado a sus amigos la administración de los asuntos públicos y haberse dejado influenciar por ellos,
pues esos amigos han engañado con razones tendenciosas aparentemente sinceras la generosa sencillez de sus soberanos.
Ahora bien, esto mismo pueden ustedes comprobarlo no sólo examinando los acontecimientos históricos que hemos mencionado, sino, principalmente, viendo cómo a su alrededor esa peste de gobernadores indignos cometen toda clase de abusos.
Por eso, en el futuro, trataremos con el mayor empeño de asegurar a todos nuestros súbditos la tranquilidad y el orden,
haciendo los cambios necesarios y examinando personalmente, con el mayor cuidado, los problemas que se nos presenten.
Así, por ejemplo, Amán, hijo de Hamedata, un macedonio, que no pertenecía a nuestra raza ni tenía nuestros buenos sentimientos, después de haber sido acogido en nuestra casa,
fue tratado cariñosamente por nosotros, como lo hacemos con la gente de cada país, hasta el extremo de haberle llamado nuestro padre y de haberle dado el segundo puesto del reino, obligando a todo el mundo a reverenciarlo.
Sin embargo, no pudiendo contener su ambición, trató de quitarnos la vida y el reino,
exigiéndonos para ese fin, por medio de engaños y artimañas de toda clase, que decretáramos la muerte de nuestro salvador, Mardoqueo, hombre que siempre se ha portado bien con nosotros; de nuestra compañera la piadosa reina Ester y, en una palabra, de toda su raza. Y, una vez que nosotros quedáramos sin gente,
pensaba apoderarse de nuestra persona y entregar a los macedonios el imperio de los persas.
Pero hemos descubierto que los judíos, condenados a muerte por ese triple criminal, no son malhechores, sino al contrario, se gobiernan por leyes muy justas.
Son hijos del Altísimo, del Dios que vive, al que nosotros y nuestros antepasados le debemos que esté tan floreciente nuestro imperio.
Ustedes, por tanto, no deberán hacer caso de las cartas que les envió Amán,
ya que su autor con toda su familia fue ejecutado a las puertas de Susa, recibiendo así el castigo merecido de parte de Dios, Señor del universo.
Coloquen una copia de esta carta en todo lugar público, dejen que los judíos observen sus propias costumbres
y facilítenles los medios para que puedan defenderse si son atacados el día fijado para asesinarlos, o sea, el día
Pues ese día, que debía ser un día de desgracias, ha sido transformado por el supremo poder de Dios en un día de felicidad para la raza escogida.
Por todo esto, organicen entre ustedes festejos oficiales para ese importante día, mediante toda suerte de entretenimientos, para que sea ahora y en adelante una fecha histórica para nosotros
y para todos los amigos de los persas, pero, en cambio, para nuestros enemigos sea un día fatídico.
Cualquier ciudad o región que no obedeciere a estas instrucciones será sin compasión arrasada a sangre y fuego y, en adelante, no sólo los hombres, sino ni siquiera las fieras o los pájaros, podrán vivir en ella.»