La reina Ester también fue a pedirle auxilio al Señor ante el peligro que amenazaba su vida.
Se había quitado su elegante vestido y se había puesto ropa de luto hecha tiras. En lugar de sus caros perfumes se había cubierto la cabeza de cenizas y polvo. Humilló ásperamente su cuerpo y con las desatadas trenzas de su cabellera cubrió su atrayente figura.
En seguida oró al Señor, Dios de Israel, de esta manera:
«¡Oh Señor, nuestro rey, tú eres el Unico! Ven, pues, en mi socorro, que estoy sola y no tengo otra ayuda sino a ti, ahora que mi vida está en peligro.
Yo aprendí desde niña, en mi familia, que tú, Señor, has elegido a Israel entre todas las naciones y a nuestros padres entre sus antepasados para que fueran por siempre tu heredad, y has cumplido con ellos tus promesas.
Tú nos has entregado a nuestros enemigos porque te ofendimos,
adorando a sus dioses. ¡Tú eres justo, Señor!
Pero ellos, no contentos con imponernos amarga servidumbre, han jurado ante sus dioses
suprimir las promesas brotadas de tus labios, extirpar de raíz a tu heredad,
tapar la boca de aquellos que te alaban, acabar con tu altar y la gloria de tu casa, y en cambio permitir que los paganos ensalcen a sus dioses, que son nada, y admiren para siempre a un rey mortal.
No les ofrezcas tu cetro, Señor, a los que nada son, ni permitas que se rían de nosotros. Que se vuelvan sus proyectos contra ellos y castiga, para que sirva de escarmiento, al que tramó todo esto en contra nuestra.
¡Acuérdate, Señor, déjate ver por nosotros, ahora que sufrimos! Y a mí dame valor, rey de los dioses, tú que estás sobre toda autoridad.
Pon en mi boca palabras armoniosas cuando encare al león, y haz que su corazón odie al que nos persigue para que muera con todos sus secuaces.
Sálvanos con tu mano y ven a socorrerme, que estoy sola, pues yo no tengo a nadie más que a ti.
Tú estás al tanto de todo lo que pasa y bien sabes que aborrezco la gloria de los paganos, que detesto la cama de los incircuncisos y de cualquier extraño.
Sabes que por necesidad estoy aquí, que no quiero este emblema de grandeza con que ciño mi frente cuando aparezco en público, que no me lo coloco los días de descanso y que, en fin, me repugna como pañito de mujer indispuesta.
Tu esclava no ha comido en la mesa de Amán, ni tomado parte en el banquete del rey, ni probado el vino que se ofrece a los dioses.
Desde que cambió mi situación hasta el día de hoy, no he tenido momentos de alegría sino en ti, Señor, Dios de Abraham.
Oh Dios, que superas a todos en poder, escucha la voz de estos desesperados; líbranos de las manos de los malos, y a mí quítame el miedo que me embarga.»