La carta enviada a todo el imperio decÃa: «El gran rey Asuero les escribe a sus súbditos, a los gobernadores de las ciento veintisiete provincias y a los jefes de distrito de su imperio, que se extiende desde la India a EtiopÃa:
Aunque soy dueño del mundo entero y gobierno a incontables naciones, me he propuesto no dejarme llevar por el orgullo del poder y gobernar siempre con dulzura y bondad para que mis súbditos puedan gozar continuamente de una vida tranquila. Al mismo tiempo he procurado restaurar la paz deseada por todo el mundo, ofreciendo durante mi reinado los beneficios de la civilización y permitiendo el libre tráfico dentro de nuestras fronteras.
Con este fin les he pedido la opinión a mis consejeros, y uno de ellos, Amán, conocido por su elevado criterio, por su total dedicación y por su fidelidad a toda prueba, que es la segunda persona importante del imperio, nos ha hecho la siguiente denuncia:
Comprobamos, en efecto, que esta nación es distinta a las demás, que está en abierta oposición con toda la humanidad, que debido a sus leyes lleva un tipo de vida extraño, que es contrario a nuestros intereses y que comete los peores crÃmenes, hasta el extremo de amenazar la seguridad de nuestro reino.
En vista de esto hemos ordenado, como lo menciona en sus cartas Amán, nuestro colaborador en el gobierno y nuestro segundo padre, que toda esa gente sea exterminada por la espada, incluyendo a sus mujeres y niños, sin consideración ni miramiento alguno, el
«Señor, Señor, Rey todopoderoso, todo está sometido a tu poder y no hay nadie que pueda oponerse a ti si tú quieres salvar a Israel.
Pues tú has hecho los cielos y la tierra y todas las cosas asombrosas que están bajo los cielos.
Tú eres el Señor del Universo y no hay nadie que pueda resistirte.
¡Tú lo conoces todo! Tú sabes bien, Señor, que no ha sido por orgullo ni soberbia, ni por un falso prestigio, por lo que me he negado a agacharme delante de ese creÃdo de Amán;
pues si la salvación de Israel me lo exigiera, le besarÃa la planta de los pies.
Y ahora, Señor Dios, Rey, Dios de Abraham, salva a tu pueblo, pues piensan liquidarnos y quieren destruir tu antigua herencia.
No abandones a esta parte tuya que rescataste de la tierra de Egipto.
Escucha mi plegaria, mira con bondad a este pueblo y cambia nuestra pena en alegrÃa para que asà podamos, ¡oh Señor!, entonar alabanzas a tu Nombre. No dejes que se cierre para siempre la boca de los que ahora te alaban.»
Y todos los que pertenecÃan a Israel se pusieron a clamar a Dios con todas sus fuerzas, pues veÃan que su fin era inminente.