El segundo año de reinado del gran rey Asuero, a fines de marzo, tuvo un sueño Mardoqueo, hijo de Jaír, de la tribu de Benjamín.
Este judío, que vivía en Susa, era un personaje muy importante, como que ocupaba un puesto en la corte.
Era uno de los desterrados que acompañaban a Jeconías, rey de Judá, y que habían sido traídos cautivos por el rey de Babilonia, Nabucodonosor.
Soñó Mardoqueo que se escuchaban gritos y ruidos,
que resonaban los truenos, temblaba la tierra y reinaba un gran pánico en todo el mundo. Y veía a dos enormes dragones que se enfrentaban, listos para atacarse, lanzando rugidos.
Pero apenas las naciones oían estos rugidos, se organizaban para atacar a la nación de los buenos.
Era un día de tinieblas y de oscuridad.
La pena, la angustia, el peligro, el miedo se cernía sobre la tierra. Temblando de pavor ante la desgracia que los amenazaba, los justos, resignados a morir, invocaban a Dios.
De ese clamor nacía, como de un pequeño manantial, un río inmenso que desbordaba los campos.
Aparecía la luz con el sol. Los desamparados triunfaban y los poderosos eran derrotados.
Cuando Mardoqueo despertó, entendió que Dios con ese sueño quería mostrarle algo. Anduvo todo el día pensando en lo que había soñado, tratando de una forma u otra de saber qué querría decir.