Holofernes, jefe supremo del ejército asirio, supo que los israelitas se preparaban para la guerra, que habían cerrado los pasos de las montañas, fortificando las cimas de los montes y obstaculizando las llanuras.
Se enojó muchísimo y llamó a los jefes de Moab, a los generales de Ammón y a todos los gobernadores del litoral
y les dijo: «Hijos de Canaán, díganme qué pueblo es éste que se estableció en la montaña, qué ciudades habita, cuál es la importancia de su ejército, en qué consiste su fuerza y su poder, qué rey guía su ejército
y por qué no se ha dirigido a mí como los otros países occidentales.»
Ajior, general de todos los amonitas, le respondió: «Escucha, señor, que te diré la verdad sobre ese pueblo que habita esta montaña junto a la que te encuentras.
Este pueblo desciende de los caldeos.
Habitaron primero Mesopotamia, pero no quisieron seguir a los dioses de sus padres, que vivían en Caldea.
Se apartaron del culto de sus padres y adoraron al Dios del cielo, al Dios que habían reconocido. Por esto, sus padres los despidieron de la presencia de sus dioses y se refugiaron en Mesopotamia, donde permanecieron largo tiempo.
Pero su Dios les aconsejó salir de su casa y marchar a la tierra de Canaán; se establecieron en ella y adquirieron oro, plata y gran cantidad de ganado.
Después bajaron a Egipto porque el hambre se extendió en Canaán, y permanecieron allí mientras tuvieron alimentos. Allí el pueblo aumentó mucho, de modo que ya no podía contarse.
El rey de Egipto los obligó a trabajar haciendo ladrillos, los oprimió y los redujo a la condición de esclavos.
Clamaron a su Dios, que castigó la tierra de Egipto con plagas incurables. Entonces los egipcios los mandaron lejos de ellos.
Dios secó el mar Rojo para que pasaran,
y los condujo hasta el Sinaí y Cadés-Barne. Echaron a todos los habitantes del desierto,
luego habitaron el país de los amorreos y acabaron por la fuerza con todos los jebonitas. Pasaron el Jordán, ocuparon toda la montaña
y despidieron al cananeo, al fereceo, al jebuseo, a los siquemitas, a todos los guirgaseos, y permanecieron allí mucho tiempo.
Mientras no ofendieron a su Dios vivieron felices, porque estaba con ellos un Dios que odia el mal.
Pero cuando se apartaron del camino que les había trazado, fueron exterminados en numerosos desastres y desterrados a otros países; el Templo de su Dios fue arrasado y sus ciudades tomadas por los enemigos.
Pero ahora, cuando volvieron a su Dios, regresaron de los diversos lugares en que se encontraban, se posesionaron de Jerusalén, donde está su santuario, y habitaron la región montañosa que había quedado desierta.
Así, pues, poderoso señor, informémonos para saber si este pueblo se ha portado mal y si han pecado contra su Dios; si la cosa es así, subamos y ataquémoslos.
Pero si no hay maldad en esa gente, déjalos y vuélvete, no sea que su Dios los proteja con su escudo y toda la tierra sea testigo de nuestra derrota.»
Cuando Ajior terminó de hablar, el pueblo reunido en torno a la tienda comenzó a criticar. Los magnates de Holofernes y los habitantes de la costa de Moab hablaron de apalearlo.
«¡No tememos a los hijos de Israel! Es un pueblo sin fuerza que no está preparado para una lucha dura.
Subamos, señor Holofernes, que serán un botín para tu ejército.»