Cada mañana Tobit contaba los días de la ida y la vuelta. Cuando se cumplió el plazo y su hijo no regresaba,
pensó: «A lo mejor se entretuvo allá, o quizá haya muerto Gabael y no hay nadie que le entregue el dinero».
Y se puso triste. Ana, su esposa, decía:
«Mi hijo ha muerto». Y lloraba, diciendo:
«¿Por qué te dejé marchar, luz de mis ojos?»
Tobit le dijo: «Cálmate, hermana, no te preocupes. El está bien.» Ella replicó:
«Sí, mi hijo ha muerto, no me engañes». Y todos los días salía al camino por donde se había ido su hijo. De día no comía y en las noches lloraba sin poder dormir.
Cuando pasaron los catorce días que Ragüel había prometido celebrar en honor de su hija, Tobías se presentó a él y le dijo: «Déjame regresar, porque seguramente mis padres deben pensar que ya no me verán más.»
Ragüel le respondió: «Quédate conmigo y yo mandaré mensajeros a tu padre para darle noticias tuyas.» Tobías dijo: «No. Déjame ir al lado de ellos.»
Entonces Ragüel le entregó a su esposa Sara y la mitad de todos sus bienes: bueyes, carneros, burros, camellos, ropas, plata y utensilios,
y los despidió con alegría. Al despedirse de Tobías le dijo: «Adiós, hijo, buen viaje. Que el Señor te guíe a ti y a tu esposa Sara por buen camino. ¡Ojalá alcance a ver a tus hijos antes de morir!»
A su hija Sara le dijo: «Respeta a tus suegros, pues desde ahora son tus padres, igual que nosotros, que te dimos la vida. Anda en paz, hija, y que siempre tenga buenas noticias tuyas.» Los abrazó y les dejó partir. Por su parte,
Edna dijo a Tobías: «Hijo querido, ¡ojalá vuelvas para que yo vea a tus hijos antes de morir! Confío mi hija a tu protección. No le causes tristezas.»
Tobías salió de casa de Ragüel bendiciendo a Dios, que había lTobado su viaje a un tan feliz éxito, y bendijo a Ragüel y a su esposa Edna.