La gente del pueblo y sus mujeres presentaron quejas muy duras contra sus hermanos judÃos.
Algunos decÃan: «Nosotros tenemos mucha familia y necesitamos trigo para comer y poder vivir.»
Otros gritaban: «Nosotros tuvimos que empeñar nuestros campos, viñas y casas para conseguir grano en esta escasez.»
Otros decÃan: «Tuvimos que pedir dinero prestado a cuenta de nuestros campos y viñas para pagar el impuesto al rey.
Sin embargo, somos de la misma raza que nuestros hermanos, y nuestros hijos no son diferentes a sus hijos. Pero tenemos que entregarlos como esclavos; incluso muchas de nuestras hijas son ya tratadas como concubinas. Y no tenemos otra solución, puesto que nuestros campos y viñas ya pasaron a otros.»
Esas quejas y acusaciones me llenaron de indignación.
Y seguÃ: «No está bien lo que ustedes hacen. ¿No quieren vivir obedeciendo a nuestro Dios? ¿Quieren imitar las prácticas vergonzosas de nuestros enemigos paganos?
Ahora bien, olvidemos todo lo que nos deben, devolvámosles inmediatamente sus campos, viñas y olivares, y anulemos las deudas en dinero, trigo, vino y aceite.»
El rey Artajerjes me habÃa hecho gobernador del paÃs de Judá, en el año veinte de su reinado. Hasta el año treinta y dos, o sea, durante doce años, ni yo, ni mis hermanos, jamás exigimos el pan del gobernador.
Sin embargo, los gobernadores anteriores cobraban al pueblo cuarenta monedas de plata por dÃa. Este sueldo era una carga para el pueblo, además de los abusos que cometÃan sus servidores.
En mi mesa se sentaban ciento cincuenta personas entre jefes y consejeros, sin contar los que venÃan de las naciones vecinas.
Diariamente se mataba un ternero, seis carneros escogidos y aves, y cada diez dÃas se traÃa gran cantidad de vino. Todo esto corrÃa por mi cuenta y, sin embargo, jamás pedà el pan del gobernador, porque los trabajos pesaban ya bastante sobre el pueblo.