HabÃa un hombre de Ramataim de Zofim, de la región montañosa de EfraÃn, que se llamaba Elcana, hijo de Jeroham, hijo de Eliú, hijo de Tohu, hijo de Zuf, efrateo.
Y tenÃa dos mujeres: el nombre de una era Ana y el de la otra Penina; y Penina tenÃa hijos, pero Ana no los tenÃa.
Y mientras ella continuaba en oración delante del Señor, Elà le estaba observando la boca.
Pero Ana hablaba en su corazón, sólo sus labios se movÃan y su voz no se oÃa. ElÃ, pues, pensó que estaba ebria.
Entonces Elà le dijo: ¿Hasta cuándo estarás embriagada? Echa de ti tu vino.
Pero Ana respondió y dijo: No, señor mÃo, soy una mujer angustiada en espÃritu; no he bebido vino ni licor, sino que he derramado mi alma delante del Señor.
No tengas a tu sierva por mujer indigna; porque hasta ahora he orado a causa de mi gran congoja y aflicción.
Respondió Elà y dijo: Ve en paz; y que el Dios de Israel te conceda la petición que le has hecho.
Y ella dijo: Halle tu sierva gracia ante tus ojos. Y la mujer se puso en camino, comió y ya no estaba triste su semblante.
Y se levantaron de mañana, adoraron delante del Señor y regresaron de nuevo a su casa en Ramá. Y Elcana se llegó a Ana su mujer, y el Señor se acordó de ella.