Oh Dios, las naciones han invadido tu heredad; han profanado tu santo templo; han dejado a Jerusalén en ruinas.
Han dado los cadáveres de tus siervos por comida a las aves del cielo, la carne de tus santos a las fieras de la tierra.
Como agua han derramado su sangre alrededor de Jerusalén; y no hubo quien les diera sepultura.
Hemos sido el oprobio de nuestros vecinos, escarnio y burla de los que nos rodean.
¿Hasta cuándo, Señor? ¿Estarás airado para siempre? ¿Arderán como fuego tus celos?
Derrama tu furor sobre las naciones que no te conocen, y sobre los reinos que no invocan tu nombre.
Pues han devorado a Jacob, y han asolado su morada.
No recuerdes contra nosotros las iniquidades de nuestros antepasados; venga pronto a nuestro encuentro tu compasión, porque estamos muy abatidos.
Ayúdanos oh Dios de nuestra salvación, por la gloria de tu nombre; líbranos y perdona nuestros pecados por amor de tu nombre.
¿Por qué han de decir las naciones: Dónde está su Dios? Sea notoria entre las naciones, a nuestra vista, la venganza por la sangre derramada de tus siervos.
Llegue a tu presencia el gemido del cautivo; conforme a la grandeza de tu poder preserva a los condenados a muerte.
Y devuelve a nuestros vecinos siete veces en su seno la afrenta con que te han ofendido, Señor.
Y nosotros, pueblo tuyo y ovejas de tu prado, te daremos gracias para siempre; a todas las generaciones hablaremos de tu alabanza.