Asà que mientras su marido viva, ella cometerÃa adulterio si se casara con otro hombre; pero si el esposo muere, ella queda libre de esa ley y no comete adulterio cuando se casa de nuevo.
Por lo tanto, mis amados hermanos, la cuestión es la siguiente: ustedes murieron al poder de la ley cuando murieron con Cristo y ahora están unidos a aquel que fue levantado de los muertos. Como resultado, podemos producir una cosecha de buenas acciones para Dios.
Cuando vivÃamos controlados por nuestra vieja naturaleza, los deseos pecaminosos actuaban dentro de nosotros y la ley despertaba esos malos deseos que producÃan una cosecha de acciones pecaminosas, las cuales nos llevaban a la muerte.
Pero ahora fuimos liberados de la ley, porque morimos a ella y ya no estamos presos de su poder. Ahora podemos servir a Dios, no según el antiguo modo —que consistÃa en obedecer la letra de la ley— sino mediante uno nuevo, el de vivir en el EspÃritu.
Ahora bien, ¿acaso sugiero que la ley de Dios es pecaminosa? ¡De ninguna manera! De hecho, fue la ley la que me mostró mi pecado. Yo nunca hubiera sabido que codiciar es malo si la ley no dijera: «No codicies».
¡Pero el pecado usó ese mandamiento para despertar toda clase de deseos codiciosos dentro de mÃ! Si no existiera la ley, el pecado no tendrÃa ese poder.
Hubo un tiempo en que vivà sin entender la ley. Sin embargo, cuando aprendÃ, por ejemplo, el mandamiento de no codiciar, el poder del pecado cobró vida
y yo morÃ. Entonces me di cuenta de que los mandatos de la ley —que supuestamente traÃan vida— trajeron, en cambio, muerte espiritual.
El pecado se aprovechó de esos mandatos y me engañó; usó los mandatos para matarme.
Sin embargo, la ley en sà misma es santa, y sus mandatos son santos, rectos y buenos.
Por lo tanto, el problema no es con la ley, porque la ley es buena y espiritual. El problema está en mÃ, porque soy demasiado humano, un esclavo del pecado.
Realmente no me entiendo a mà mismo, porque quiero hacer lo que es correcto pero no lo hago. En cambio, hago lo que odio.
¡Gracias a Dios! La respuesta está en Jesucristo nuestro Señor. Asà que ya ven: en mi mente de verdad quiero obedecer la ley de Dios, pero a causa de mi naturaleza pecaminosa, soy esclavo del pecado.