Cuando llegó el tiempo, zarpamos hacia Italia. A Pablo y a varios prisioneros más los pusieron bajo la custodia de un oficial romano llamado Julio, un capitán del regimiento imperial.
Al dÃa siguiente, cuando atracamos en Sidón, Julio fue muy amable con Pablo y le permitió desembarcar para visitar a sus amigos, a fin de que ellos pudieran proveer sus necesidades.
Desde allà nos hicimos a la mar y nos topamos con fuertes vientos de frente que hacÃan difÃcil mantener el barco en curso, asà que navegamos hacia el norte de Chipre, entre la isla y el continente.
Navegando en mar abierto, pasamos por la costa de Cilicia y Panfilia, y desembarcamos en Mira, en la provincia de Licia.
AllÃ, el oficial al mando encontró un barco egipcio, de AlejandrÃa, con destino a Italia, y nos hizo subir a bordo.
Seguimos por la costa con mucha dificultad y finalmente llegamos a Buenos Puertos, cerca de la ciudad de Lasea.
HabÃamos perdido bastante tiempo. El clima se ponÃa cada vez más peligroso para viajar por mar, porque el otoño estaba muy avanzado, y Pablo comentó eso con los oficiales del barco.
pero el oficial a cargo de los prisioneros les hizo más caso al capitán y al dueño del barco que a Pablo.
Ya que Buenos Puertos era un puerto desprotegido —un mal lugar para pasar el invierno—, la mayorÃa de la tripulación querÃa seguir hasta Fenice, que se encuentra más adelante en la costa de Creta, y pasar el invierno allÃ. Fenice era un buen puerto, con orientación solo al suroccidente y al noroccidente.
Cuando un viento suave comenzó a soplar desde el sur, los marineros pensaron que podrÃan llegar a salvo. Entonces levaron anclas y navegaron cerca de la costa de Creta;
pero el clima cambió abruptamente, y un viento huracanado (llamado «Nororiente») sopló sobre la isla y nos empujó a mar abierto.
Los marineros no pudieron girar el barco para hacerle frente al viento, asà que se dieron por vencidos y se dejaron llevar por la tormenta.
Navegamos al resguardo del lado con menos viento de una pequeña isla llamada Cauda, donde con gran dificultad subimos a bordo el bote salvavidas que era remolcado por el barco.
Como a la medianoche de la decimocuarta noche de la tormenta, mientras los vientos nos empujaban por el mar Adriático, los marineros presintieron que habÃa tierra cerca.
Luego los marineros trataron de abandonar el barco; bajaron el bote salvavidas como si estuvieran echando anclas desde la parte delantera del barco.
Asà que Pablo les dijo al oficial al mando y a los soldados: «Todos ustedes morirán a menos que los marineros se queden a bordo».
Entonces los soldados cortaron las cuerdas del bote salvavidas y lo dejaron a la deriva.
Cuando empezó a amanecer, Pablo animó a todos a que comieran. «Ustedes han estado tan preocupados que no han comido nada en dos semanas —les dijo—.
Por favor, por su propio bien, coman algo ahora. Pues no perderán ni un solo cabello de la cabeza».
Asà que tomó un poco de pan, dio gracias a Dios delante de todos, partió un pedazo y se lo comió.
Entonces todos se animaron y empezaron a comer,
los doscientos setenta y seis que estábamos a bordo.
Cuando amaneció, no reconocieron la costa, pero vieron una bahÃa con una playa y se preguntaban si podrÃan llegar a la costa haciendo encallar el barco.
Entonces cortaron las anclas y las dejaron en el mar. Luego soltaron los timones, izaron las velas de proa y se dirigieron a la costa;
pero chocaron contra un banco de arena y el barco encalló demasiado rápido. La proa del barco se clavó en la arena, mientras que la popa fue golpeada repetidas veces por la fuerza de las olas y comenzó a hacerse pedazos.
Los soldados querÃan matar a los prisioneros para asegurarse de que no nadaran hasta la costa y escaparan;
pero el oficial al mando querÃa salvar a Pablo, asà que no los dejó llevar a cabo su plan. Luego les ordenó a todos los que sabÃan nadar que saltaran por la borda primero y se dirigieran a tierra firme.
Los demás se sujetaron a tablas o a restos del barco destruido. Asà que todos escaparon a salvo hasta la costa.