¡Los escudos resplandecen rojizos a la luz del sol!    ¡Miren los uniformes escarlatas de las valientes tropas! Observen a los deslumbrantes carros de guerra tomar posiciones,    sobre ellos se agita un bosque de lanzas.
Los carros de guerra corren con imprudencia por las calles    y salvajemente por las plazas; destellan como antorchas    y se mueven tan veloces como relámpagos.
El rey grita a sus oficiales    y ellos tropiezan en su apuro    por correr hacia los muros para levantar las defensas.
¡Las compuertas del rÃo se abrieron con violencia!    ¡El palacio está a punto de desplomarse!
Se decretó el destierro de NÃnive    y todas las sirvientas lloran su conquista. Gimen como palomas    y se golpean el pecho en señal de aflicción.
¡Roben la plata!    ¡Saqueen el oro! Los tesoros de NÃnive no tienen fin,    su riqueza es incalculable.
Pronto la ciudad es saqueada, queda vacÃa y en ruinas.    Los corazones se derriten y tiemblan las rodillas. La gente queda horrorizada,    con la cara pálida, temblando de miedo.
¿Dónde está ahora la magnÃfica NÃnive,    esa guarida repleta de cachorros de león? Era un lugar donde la gente —como leones con sus cachorros—    caminaba libremente y sin temor.
El león despedazaba carne para sus cachorros    y estrangulaba presas para su leona. Llenaba la guarida de presas    y sus cavernas con su botÃn.