¡Cómo perdió su brillo el oro!    Hasta el oro más preciado se volvió opaco. ¡Las piedras preciosas sagradas    yacen esparcidas en las calles!
Hasta los chacales amamantan a sus cachorros, Â Â Â pero mi pueblo Israel no lo hace; ignoran los llantos de sus hijos, Â Â Â como los avestruces del desierto.
La lengua reseca de sus pequeños,    se pega al paladar a causa de la sed. Los niños lloran por pan,    pero nadie tiene para darles.
La culpa de mi pueblo    es mayor que la de Sodoma, cuando en un instante cayó el desastre total    y nadie ofreció ayuda.
Nuestros prÃncipes antes rebosaban de salud,    más brillantes que la nieve, más blancos que la leche. Sus rostros eran tan rosados como rubÃes,    su aspecto como joyas preciosas.
Pero ahora sus caras son más negras que el carbón;    nadie los reconoce en las calles. La piel se les pega a los huesos;    está tan seca y dura como la madera.
Los que murieron a espada terminaron mejor    que los que mueren de hambre. Hambrientos, se consumen    por la falta de comida de los campos.
Mujeres de buen corazón    han cocinado a sus propios hijos; los comieron    para sobrevivir el sitio.
No obstante, ocurrió a causa de los pecados de sus profetas    y de los pecados de sus sacerdotes, que profanaron la ciudad    al derramar sangre inocente.
Vagaban a ciegas    por las calles, tan contaminados por la sangre    que nadie se atrevÃa a tocarlos.
«¡Apártense! —les gritaba la gente—,    ¡ustedes están contaminados! ¡No nos toquen!». Asà que huyeron a tierras distantes    y deambularon entre naciones extranjeras,    pero nadie les permitió quedarse.
El Señor mismo los dispersó,    y ya no los ayuda. La gente no tiene respeto por los sacerdotes    y ya no honra a los lÃderes.
En vano esperamos que nuestros aliados    vinieran a salvarnos, pero buscábamos socorro en naciones    que no podÃan ayudarnos.
Era imposible andar por las calles    sin poner en peligro la vida. Se acercaba nuestro fin; nuestros dÃas estaban contados.    ¡Estábamos condenados!
Nuestros enemigos fueron más veloces que las águilas en vuelo.    Si huÃamos a las montañas, nos encontraban; si nos escondÃamos en el desierto,    allà estaban esperándonos.
Nuestro rey —el ungido del Señor, la vida misma de nuestra nación—    quedó atrapado en sus lazos. ¡Pensábamos que su sombra    nos protegerÃa contra cualquier nación de la tierra!