«¡Oh, Israel! —dice el Señor—,    si quisieras, podrÃas volver a mÃ. PodrÃas desechar tus Ãdolos detestables    y no alejarte nunca más.
Desde su guarida un león acecha,    un destructor de naciones. Ha salido de su guarida y se dirige hacia ustedes.    ¡Arrasará su tierra! Sus ciudades quedarán en ruinas,    y ya nadie vivirá en ellas.
Asà que póngase ropa de luto    y lloren con el corazón destrozado, porque la ira feroz del Señor    todavÃa está sobre nosotros.
«En aquel dÃa —dice el Señor—,    el rey y los funcionarios temblarán de miedo. Los sacerdotes quedarán paralizados de terror    y los profetas, horrorizados».
Tus propios hechos han traÃdo todo esto sobre ti.    Este castigo es amargo, ¡te penetra hasta el corazón!â€Â».
¡Mi corazón, mi corazón, me retuerzo de dolor!    ¡Mi corazón retumba dentro de mÃ! No puedo quedarme quieto. Pues he escuchado el sonar de las trompetas enemigas    y el bramido de sus gritos de guerra.
Olas de destrucción cubren la tierra,    hasta dejarla en completa desolación. Súbitamente mis carpas son destruidas;    de repente mis refugios son demolidos.
«Mi pueblo es necio    y no me conoce —dice el Señor—. Son hijos tontos,    sin entendimiento. Son lo suficientemente listos para hacer lo malo,    ¡pero no tienen ni idea de cómo hacer lo correcto!».
Al oÃr el ruido de los carros de guerra y los arqueros,    la gente huye aterrorizada. Ellos se esconden en los matorrales    y corren a las montañas. Todas las ciudades han sido abandonadas,    ¡no queda nadie en ellas!