Señor, a lo largo de todas las generaciones, ¡tú has sido nuestro hogar!
Antes de que nacieran las montañas, antes de que dieras vida a la tierra y al mundo, desde el principio y hasta el fin, tú eres Dios.
Haces que la gente vuelva al polvo con solo decir: «¡Vuelvan al polvo, ustedes, mortales!».
Para ti, mil años son como un día pasajero, tan breves como unas horas de la noche.
Arrasas a las personas como si fueran sueños que desaparecen. Son como la hierba que brota en la mañana.
Por la mañana se abre y florece, pero al anochecer está seca y marchita.
Nos marchitamos bajo tu enojo; tu furia nos abruma.
Despliegas nuestros pecados delante de ti —nuestros pecados secretos— y los ves todos.
Vivimos la vida bajo tu ira, y terminamos nuestros años con un gemido.
¡Setenta son los años que se nos conceden! Algunos incluso llegan a ochenta. Pero hasta los mejores años se llenan de dolor y de problemas; pronto desaparecen, y volamos.
¿Quién puede comprender el poder de tu enojo? Tu ira es tan imponente como el temor que mereces.
Enséñanos a entender la brevedad de la vida, para que crezcamos en sabiduría.
¡Oh Señor, vuelve a nosotros! ¿Hasta cuándo tardarás? ¡Compadécete de tus siervos!
Sácianos cada mañana con tu amor inagotable, para que cantemos de alegría hasta el final de nuestra vida.
¡Danos alegría en proporción a nuestro sufrimiento anterior! Compensa los años malos con bien.
Permite que tus siervos te veamos obrar otra vez, que nuestros hijos vean tu gloria.
Y que el Señor nuestro Dios nos dé su aprobación y haga que nuestros esfuerzos prosperen; sí, ¡haz que nuestros esfuerzos prosperen!