Cuando David pasó un poco más allá de la cima del monte de los Olivos, Siba, el siervo de Mefiboset, lo estaba esperando. TenÃa dos burros cargados con doscientos panes, cien racimos de pasas, cien ramas con frutas de verano y un cuero lleno de vino.
—En ese caso —le dijo el rey a Siba—, te doy todo lo que le pertenece a Mefiboset.—Me inclino ante usted —respondió Siba—, que yo siempre pueda complacerlo, mi señor el rey.
Les arrojó piedras al rey, a los oficiales del rey y a los guerreros valientes que lo rodeaban.
—¡Vete de aquÃ, asesino y sinvergüenza! —le gritó a David—.
El Señor te está pagando por todo el derramamiento de sangre en el clan de Saúl. Le robaste el trono, y ahora el Señor se lo ha dado a tu hijo Absalón. Al fin te van a pagar con la misma moneda, ¡porque eres un asesino!
Y tal vez el Señor vea con cuánta injusticia me han tratado y me bendiga a causa de estas maldiciones que sufrà hoy.
Asà que David y sus hombres continuaron por el camino, y Simei les seguÃa el paso desde un cerro cercano, maldiciendo mientras caminaba, tirándole piedras a David y arrojando polvo al aire.
Entonces levantaron una carpa en la azotea del palacio para que todos pudieran verla, y Absalón entró y tuvo sexo con las concubinas de su padre.
Absalón siguió el consejo de Ahitofel, tal como lo habÃa hecho David, porque cada palabra que decÃa Ahitofel parecÃa tan sabia como si hubiera salido directamente de la boca de Dios.