El rey se quitó su anillo que habÃa vuelto a tomar de Amán, y se lo dio a Mardoqueo. Y Ester puso a Mardoqueo a cargo de la casa de Amán.
Ester volvió a hablar en presencia del rey. Se echó a sus pies llorando, y le imploró que evitase la desgracia concebida por Amán el agageo y el plan que habÃa ideado contra los judÃos.
El rey extendió hacia Ester el cetro de oro, y ella se levantó y se puso de pie delante del rey.
Vosotros, pues, escribid en nombre del rey acerca de los judÃos como os parezca bien, y selladlo con el anillo real. Porque el documento que se escribe en el nombre del rey y se sella con el anillo del rey es irrevocable.
Mardoqueo escribió las cartas en el nombre del rey Asuero, las selló con el anillo del rey y las envió por medio de mensajeros a caballo, que cabalgaban los veloces corceles de las caballerizas reales.
Una copia del documento debÃa ser promulgada como ley en cada provincia, y debÃa ser proclamada a todos los pueblos, a fin de que los judÃos estuviesen preparados para aquel dÃa y tomasen venganza de sus enemigos.
Los mensajeros que cabalgaban los veloces corceles reales partieron apresurados e impulsados por la orden del rey. El decreto fue promulgado en Susa, la capital.
Mardoqueo salió de la presencia del rey con una vestidura real azul y blanca, una gran corona de oro y un manto de lino fino y púrpura. Y la ciudad de Susa gritaba de gozo y alegrÃa.
Los judÃos tuvieron esplendor y alegrÃa, regocijo y honra.
En cada provincia y en cada ciudad, dondequiera que llegaba la palabra del rey y su decreto, los judÃos tenÃan alegrÃa y regocijo, banquete y dÃa de fiesta. Muchos de los pueblos de la tierra declaraban ser judÃos, porque el miedo a los judÃos habÃa caÃdo sobre ellos.