Yo, Pedro, apóstol de Jesucristo, saludo a los que se hallan expatriados y dispersos en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, y que fueron elegidos,
según el propósito de Dios Padre y mediante la santificación del EspÃritu, para obedecer a Jesucristo y ser limpiados con su sangre. Que la gracia y la paz les sean multiplicadas.
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia y mediante la resurreción de Jesucristo nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva,
para que recibamos una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera. Esta herencia les está reservada en los cielos
a ustedes, que por medio de la fe son protegidos por el poder de Dios, para que alcancen la salvación, lista ya para manifestarse cuando llegue el momento final.
Esto les causa gran regocijo, aun cuando les sea necesario soportar por algún tiempo diversas pruebas y aflicciones;
pero cuando la fe de ustedes sea puesta a prueba, como el oro, habrá de manifestarse en alabanza, gloria y honra el dÃa que Jesucristo se revele. El oro es perecedero y, sin embargo, se prueba en el fuego; ¡y la fe de ustedes es mucho más preciosa que el oro!
Dios les hizo saber que su tarea no era para ellos mismos, sino para nosotros, y que sólo administraban lo que a ustedes ahora les anuncian aquellos que les han predicado el evangelio por el EspÃritu Santo enviado del cielo. Éstas son cosas que aun los ángeles quisieran contemplar.
Ustedes saben que fueron rescatados de una vida sin sentido, la cual heredaron de sus padres; y que ese rescate no se pagó con cosas corruptibles, como el oro y la plata,
sino con la sangre preciosa de Cristo, sin mancha y sin contaminación, como la de un cordero,
que ya habÃa sido destinado desde antes de que Dios creara el mundo, pero que se manifestó en estos últimos tiempos por amor a ustedes.
Y ahora, ya que se han purificado mediante su obediencia a la verdad, para amar sinceramente a sus hermanos, ámense los unos a los otros de todo corazón,
pues ustedes han nacido de nuevo, y no de una simiente perecedera, sino de una simiente imperecedera, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.
Porque:«Todo hombre es como la hierba,y toda su gloria es como una flor.La hierba se seca, y la flor se marchita,