asà que Pablo quiso que Timoteo lo acompañara. Para evitar problemas con los judÃos que habÃa en aquellos lugares, Pablo hizo que Timoteo se circuncidara, pues todos sabÃan que su padre era griego.
Nos embarcamos en Troas, y fuimos directamente a Samotracia; al dÃa siguiente proseguimos a Neápolis,
y de allà fuimos a Filipos, que es una colonia y la ciudad principal de la provincia de Macedonia; en esa ciudad estuvimos algunos dÃas.
Un dÃa de reposo salimos de la ciudad y llegamos al rÃo, donde se hacÃa la oración; allà nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres allà reunidas.
Entre las que nos oÃan estaba una mujer llamada Lidia, que vendÃa telas de púrpura en la ciudad de Tiatira. Lidia adoraba a Dios, y el Señor tocó su corazón para que diera cabida a lo que Pablo decÃa.
Pero sucedió que, mientras nos dirigÃamos al lugar de oración, una joven adivina salió a nuestro encuentro; por su capacidad de adivinación, ella era para sus amos una fuente de muchas ganancias.
La joven venÃa tras nosotros, y a voz en cuello gritaba: «Estos hombres son siervos del Dios altÃsimo, y les anuncian el camino de salvación.»
Esto lo repitió durante muchos dÃas; pero Pablo se molestó mucho y, finalmente, se dio vuelta y le dijo a ese espÃritu: «¡En el nombre de Jesucristo, te ordeno que salgas de ella!» Y al instante el espÃritu la abandonó.
Pero al ver sus amos que iban a perder sus ganancias, aprehendieron a Pablo y a Silas, y los presentaron ante las autoridades, en la plaza pública.
AllÃ, ante los magistrados, dijeron: «Estos judÃos andan alborotando a nuestra ciudad,
y enseñan costumbres que nosotros, como romanos, no podemos aceptar ni practicar.»
La gente se agolpó contra ellos; los magistrados les rasgaron las ropas, y ordenaron que se les azotara con varas.
Al recibir esta orden, el carcelero los metió en el último calabozo, y les sujetó los pies en el cepo.
A la medianoche, Pablo y Silas oraban y cantaban himnos a Dios, mientras los presos los escuchaban.
De pronto hubo un terremoto, tan violento que los cimientos de la cárcel se estremecieron. Al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron.
El carcelero despertó, y cuando vio abiertas las puertas de la cárcel, sacó su espada y quiso matarse, pues pensaba que los presos habÃan huido.
Pero con fuerte voz Pablo le dijo: «¡No te hagas ningún daño, que todos estamos aquÃ!»
Entonces el carcelero pidió una luz y, temblando de miedo, corrió hacia dentro y se echó a los pies de Pablo y de Silas;